Martin Santivañez

Pregunta el que puede, responde el que sabe

Pregunta el que puede, responde el que sabe
Martin Santivañez
07 de noviembre del 2014

Cuando a educación se transforma en un procedimentalismo asfixiante

El gran jurista Alvaro d’Ors decía que la Universidad es, esencialmente, un juego de preguntas y respuestas: pregunta el que puede (estudiante) y responde el que sabe (el profesor). En efecto, en la vida académica, solo puede preguntar el alumno, quién tiene potestad para hacerlo (potestas), y solo ha de responder la persona con autoridad (auctoritas, sabiduría) depositaria de un saber socialmente reconocido (normalmente, el académico). Esta distinción clásica entre el poder y la autoridad ha sido fundamental para construir, a lo largo de la historia, universidades competitivas, auténticas comunidades académicas capaces de transformar el derrotero científico de la humanidad. Así, el que tiene potestas pregunta, indaga y espera que la autoridad académica (el académico) responda con sabiduría, desde una posición de servicio.

De esta forma, es posible afirmar que la relación fundamental en una universitas es la relación entre el que pregunta (el alumno) y el que responde (el profesor). De allí que a lo largo de los siglos, la academia ha sido considerada el lugar esencial de encuentro entre alumnos y profesores. Esta relación primordial de autoridad y potestad no elimina la existencia de otro tipo de relaciones. Pero, en concreto, todo lo que existe en una universidad tiene que estar en función a la mejora de la relación específica entre los alumnos y los académicos. Si un procedimiento facilita esta relación, estamos ante un proceso positivo. Si un procedimiento ralentiza esta función, nos encontramos ante un incentivo perverso. En suma, la universidad no es un “procedimiento”. La universidad es, siempre, conocimiento. Difundir conocimiento, no procedimientos, es el objeto de la relación universitaria.

La confusión surge, o se agrava, cuando la potestas y la auctoritas pasan, de esta relación específica, a depender de otros actores que en un inicio nacieron para servir a profesores y alumnos pero que, de pronto, por el entorno crematístico o por las inercias de toda organización, se transforman en los jugadores esenciales de una comunidad universitaria. Una grave distorsión se genera cuando, por ejemplo, la potestas ya no la tiene el alumno porque ésta la detenta el burócrata o el personal administrativo. Entonces, el eje central se transforma de “alumno-profesor” a uno distinto y se crea una relación artificial que perjudica al conocimiento. Lo importante ya no se da en el aula sino en la relación postiza, la que busca que lo relevante sea aquello que sucede entre el “administrativo y el profesor” o el “burócrata con el alumno”. Esta mediatización debilita la relación central entre alumnos y profesores porque desvía las energías hacia algo que, por su propia naturaleza, nació como un elemento secundario. Así, cuando lo funcional reemplaza a la esencia, la universidad colapsa porque el procedimiento ralentiza la difusión de todo conocimiento.

Otra perversión de la universidad emerge cuando un agente que no ha profesado en la academia adquiere una relevancia extraña (auctoritas) en el gobierno de la Universidad. Esta patología educativa prolifera en el Perú. Las grandes universidades de la historia, hoy, ayer y siempre, han sabido respetar el principio clásico de dar a cada uno lo suyo. El académico se dedica a la academia. Y el funcional, el administrativo que existe para servir a la academia, se encarga de la gestión. Esta simbiosis genera una educación de altísima calidad, competitiva a nivel global, porque sitúa al profesor, al alumno y al gestor en el ámbito correcto de competencia.

Sin embargo, cuando los roles se confunden, cuando los papeles se mezclan, entonces la universidad, por más que crezca, incluso si parece que lidera, está condenada a la mediocridad. El “todismo” propio del Perú fomenta el nacimiento de estos híbridos perjudiciales: el que enseña quiere (o tiene que gestionar) y el que gestiona, un profano en el idioma académico, gerencia algo que en el fondo es incompresible para él. Cuando se mezclan estos extremos, la educación se transforma en procedimentalismo asfixiante, degenerando en una hoja de ruta que aunque cumple para la tribuna, es incapaz de sostener un proyecto de calidad internacional que convoque a los que de verdad están llamados a la universidad: a los mejores alumnos, qui in virtute intelectiva excedunt. Así sucede siempre que se opta por reemplazar al que sabe (al académico de auctoritas) por aquél que solo está capacitado para preguntar.

Por Martín Santiváñez Vivanco
(7 - nov - 2014)

Martin Santivañez
07 de noviembre del 2014

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