Darío Enríquez

¿El derecho a la secesión nos hace libres?

¿El derecho a la secesión nos hace libres?
Darío Enríquez
26 de julio del 2017

Una historia de catalanes y de indios con taparrabos

Como sabemos, el malhadado “contrato social”, aquel que nos impone el cumplimiento de un contrato que nunca firmamos, ha sido para algunos, desde su lanzamiento al mundo, fuente justificativa de abusos, felonías y genocidios. Pero también suele mostrarse como un elemento central e ineludible en la construcción de una civilización cohesionada, moderna y próspera. ¿Cómo es que un concepto como este puede tener valoraciones tan opuestas? Si el “contrato social” trajese consigo un mecanismo que permitiera eludirlo en forma legítima, efectiva y voluntaria, su carga liberticida se disiparía. No es el caso. No lo ha sido nunca, salvo para quienes emigran voluntariamente y deciden hacer parte de un otro Estado.

Los catalanes independentistas creen que el sometimiento voluntario a la posfranquista constitución española de los setenta debe llegar a su fin. Aunque existen procedimientos predefinidos en la legislación española, ellos exigen que se aplique solo el criterio de la voluntad que los catalanes puedan expresar en las urnas a través de un referéndum separatista. Aducen que solo los habitantes del territorio llamado Cataluña deben decidir. El problema es que no están dispuestos a aplicar el criterio separatista sino al territorio que ellos definan. Si se reclama un derecho a la secesión, el que Cataluña exige a España, también deberían ellos —los independentistas— otorgar el mismo derecho a territorios y poblaciones dentro de Cataluña.

Es decir, Barcelona podría decidir salir de España en tanto ciudad y debe aceptarse su derecho; pero si Tarragona, Lérida o Gerona deciden quedarse en España, pues deben quedarse. Veamos el caso del Valle de Arán, en la provincia de Lérida, donde la lengua occitana (aranés) es oficial y su población apoyaría abrumadoramente seguir siendo parte de España. Es más, si hay distritos barceloneses como San Martín, San Andrés, Gracias o Las Cortes que quieran seguir siendo españoles, ¿por qué se les negaría el derecho a la secesión respecto de Cataluña, mismo derecho que —a escala de ciudad— se invoca a su favor, pero a su vez niega a otros poblados más pequeños?

Esta lógica secesionista libertaria, que cuestiona un espacio territorial arbitrariamente fijado, es perfectamente sustentable. Nos lleva así al individuo como depositario por excelencia del derecho a la secesión. Negar al individuo o a colectivos pequeños lo que los colectivos màs grandes exigen para sí, eso es ilegítimo, inmoral y espurio.

Al proclamarse la independencia del Perú en 1821 (solo para poner una fecha y un acontecimiento referencial), la nueva República reclamó para sí un territorio determinado. A los habitantes formales y visibles de esos territorios se les trató en bloque, y aunque algunos estaban en contra del modelo republicano, y más bien aspiraban a una monarquía parlamentaria, fueron sometidos por los ganadores de esa aún confusa guerra civil que la historia oficial llama “independencia”.

Pero en ese mismo momento, tribus no contactadas de indios con taparrabos abundaban en vastas zonas de la inexplorada Amazonía, lo mismo que indígenas o mestizos andinos que vivían en nuestra sierra fuera de la esfera de los asuntos virreinales, casi en autarquía anarquista frente al poder formal. También, los rebeldes “antisociales” (véase las comillas) que habitaban alrededor (fuera) de las aglomeraciones urbanas cercadas; espacios que albergaban desde delincuentes que huían de la justicia hasta esclavos que huían de sus negreros, además de simples vagos, y donde la autoridad formal no garantizaba seguridad a quienes transitaban por ellos. Todos ellos fueron sometidos en forma masiva a los dictados de la nueva República, como en su momento fueron sometidos a la violenta conquista europea virreinal, y antes a la sanguinaria anexión de los quechuas.

Hoy se habla de “consulta previa” y otras creaciones heroicas de los burócratas de siempre, para que el Estado republicano ejerza el control territorial que enunció en su creación. No se respeta el derecho a la propiedad de selvícolas y andinos, si acaso lograron agregar valor transformando más allá de la depredación aquellos espacios en los que ellos y sus ancestros sobrevivían. Tampoco se respeta su derecho a la secesión —es decir, negarse a aceptar la anexión territorial que la República intenta operar en sus vidas—, su derecho a rechazar el “contrato social” que les imponen y una ciudadanía que ellos no pidieron. La anexión y la ciudadanía serían legítimas si son aceptadas por individuos que tienen la opción de decir “no” aunque terminen diciendo “sí”.

Si se acepta el derecho a la secesión de todo individuo que fuera forzosamente asimilado por un Estado, los independentismos y los separatismos perderían sentido. El mundo del siglo XXI cuenta con tecnología que facilita la gestión de la secesión individual en nombre de una (casi utópica) libertad imbatible. No habría más “contrato social” que aquel resultante de las decisiones individuales voluntarias, sean estas integristas o secesionistas respecto del Estado y territorio en el que un individuo nació por azar.

Tanto los pacíficos ciudadanos que hacen parte de un Estado, como los indignados separatistas que quieren formar el suyo propio o los indios no contactados, todos deben ser reconocidos como individuos depositarios del “derecho a la secesión”, como principio fundamental civilizatorio de coexistencia pacífica. Un proceso de asimilación e integración voluntaria debe respetar sus vidas, su libertad y sus propiedades; estas últimas reconocidas y reconocibles al haber operado transformaciones sobre la naturaleza para su debida aplicación a la satisfacción de necesidades y el bienestar humano. No debemos caer en el simplismo de un Estado ciego y su burocracia salvaje, para quienes los no contactados serían solo “omisos al canje del DNI”.

Darío Enríquez

Darío Enríquez
26 de julio del 2017

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