A través de la prensa de los Estados Unidos se acaba de...
En este portal hemos sostenido que la ola de protestas en Chile es una suma de déficits, percepciones y relatos, sobre el modelo económico del país del sur, que ha posibilitado reducir la pobreza a menos de 10% de la población y alcanzar un PBI de US$ 15,000. Las clases medias que ha generado el crecimiento han salido a protestar en contra de las deficiencias en los servicios públicos —sobre todo salud y transporte— y pretenden terminar con el sistema privado de pensiones en base a cuentas individuales, porque pretenden pensiones del primer mundo, no obstante que su PBI apenas es un quinto del de un país desarrollado.
No se puede negar que en treinta años de economía de mercado, Chile es la sociedad latinoamericana que más atisba el desarrollo. Sin embargo, el Estado chileno ha seguido bajo los patrones tercermundistas. El 80% de la salud se atiende en los hospitales del Estado y las cosas no están bien. El país del sur tiene la mejor educación de la región —así lo registran las mediciones y los rankings mundiales—; no obstante, las distancias entre la escuela privada y la pública se agrandan y explican las percepciones de desigualdad y falta de oportunidades. El sistema de pensiones no garantiza pensiones adecuadas a los jubilados porque eso es imposible en una sociedad de ingreso medio; pero lo peor que le podría suceder a los chilenos es regresar al sistema estatal en donde, simplemente, no se garantiza pensión alguna.
Chile tiene 0.46 en coeficiente Gini —en el que 1 es concentración de riqueza en una sola unidad y 0 igualdad perfecta—, mientras Venezuela tiene 0.70 y Brasil 0.53. Es decir, el país del sur tiene mayor igualdad que otros en América Latina. Sin embargo, la mayoría de mapochos percibe una desigualdad que hiere a tal extremo que las calles se llenaron de manifestantes. Pero la cosa no queda allí. La izquierda marxista exige la renuncia del presidente Sebastián Piñera y la oposición demanda un cambio de Constitución para buscar una salida a la crisis. Felizmente “las masas alzadas” comienzan a ralear y las posibilidades de cordura y sentido común regresan.
¿Cómo se ha llegado a esta situación? La respuesta tiene que ver con los relatos y las propuestas a los límites de un modelo. Desde el segundo gobierno de Michelle Bachelet (2014-2018) la idea de que Chile debía avanzar hacia un estado de bienestar se acentuó. El neomarxismo o el marxismo cultural fue el aderezo ideológico de estas propuestas. Bachelet impulsó una reforma tributaria y laboral que logró lo que parecía improbable: los peores niveles de crecimiento de la economía chilena en 30 años. Como se recuerda, se aumentó el impuesto a las empresas de 20% a 25%, se eliminaron los beneficios por reinversión y los créditos especiales para las empresas. El resultado: la economía creció 1.7% en promedio anual, luego de expandirse sobre 5% en periodos anteriores. El aumento del bienestar se detuvo en seco y las clases medias precarias acusaron el impacto. Esta situación se sumó al fracaso del Estado y se fermentó el estallido social.
Pero no solo fue la mala política pública, sino también el relato. Días antes de abandonar el cargo, Bachelet firmó una propuesta de nueva Constitución “para superar a la Carta pinochetista” de los ochenta. De esta manera la izquierda chilena rompía los pactos de la concertación de más de dos décadas y se sumaba a la prédica neomarxista y comunista que buscaba un ordenamiento constitucional con más posibilidades anticapitalistas.
Como se aprecia una suma de fracasos del Estado, impresiones y relatos explican la revuelta social en Chile. Y claro, también habría que señalar la miopía de una derecha chilena que se creyó el cuento del fin de la Historia, que asumió la idea de que la prosperidad es incompatible con la revolución, y que se durmió en sus laureles: abandonó la guerra ideológica sin la cual no hay libertad. Y las nuevas generaciones de chilenos solo escucharon los discursos del Frente Amplio y del Partido Comunista. Allí está la crisis en desarrollo, pues.
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