A través de la prensa de los Estados Unidos se acaba de...
La quema de iglesias y templos cristianos en Chile revela que las minorías que ejercen la violencia y destruyen la propiedad pública y privada tienen una identidad comunista. Ningún democristiano ni socialista democrático se atrevería a semejante tipo de acciones. La destrucción de símbolos cristianos evoca la destrucción de las iglesias católicas, los asesinatos de seminaristas y los ataques a conventos que perpetraban núcleos comunistas antes del inicio de la Guerra Civil Española.
Y la ofensiva radical y violenta en las ciudades de Chile ha continuado pese a que el presidente Sebastián Piñera y la oposición democrática cometieron el grave error histórico de aceptar convocar a una asamblea constituyente. En otras palabras, aceptaron la principal demanda de los colectivistas, los comunistas y los chavistas; sin embargo, la espiral violentista no se detiene mientras Chile empieza a colapsar.
¿Qué puede significar semejante escenario? Que la dirección comunista no pretende una constituyente sino, en realidad, el poder. Las izquierdas y los colectivismos siempre tienen un sello infantil que suele llevarlos a la derrota. No entienden que están preparando una respuesta brutal de las fuerzas del orden, sobre todo considerando las tradiciones pretorianas del ejército mapocho.
Se acaba de conocer que Piñera retrocedió en su decisión de decretar el estado de excepción porque los mandos militares de las tres armas le plantearon cuatro condiciones: liberar a los militares detenidos, expulsar a las oenegés y activistas comunistas del país y, en la medida que no iban a utilizar balas de goma, solicitaron ser juzgados por cortes marciales y no por los tribunales ordinarios. Piñera no aceptó y, a estas alturas, no sería nada extraño que los propios Carabineros de Chile abandonen el resguardo de las calles y la violencia se incremente.
En cualquier caso, el gobierno de Piñera, la derecha, la Democracia Cristiana y los socialistas democráticos no solo fracasaron en impulsar las reformas del Estado que habrían evitado la manipulación comunista de una justa irritación social, sino que tampoco tienen alternativa para restablecer el orden público. Los civiles de derecha e izquierda fracasan y, tarde o temprano, llegará la hora de los militares.
No creo que nadie se imagine a las fuerzas armadas de Chile, las más poderosas y eficientes de la región, aceptando un soviet surgido de las movilizaciones callejeras en las ciudades chilenas. Es una imagen imposible. Es como si la historia del 11 de setiembre volviera a fraguarse, pero sobre una realidad absolutamente distinta. Hoy Chile es el país de América Latina con el ingreso per cápita más alto, con niveles de pobreza por debajo del 10% de la población, y con una de las clases medias más extendidas.
Sin embargo, el fracaso del Estado en atender el 80% de la demanda en salud, frente a la eficiencia de los servicios privados, y las distancias entre la educación pública y una instrucción privada globalizada y enganchada en la IV Revolución Industrial, generan una sensación de exclusión, de desigualdad, que ha sido aprovechada por las corrientes populistas y comunistas. Estos sectores no critican el fracaso del Estado, sino que buscan cargarse el sistema republicano y la economía de mercado. Es decir, los factores que mejor han funcionado en Chile en los últimos 40 años.
Chile es un terrible espejo en el que debemos mirarnos para entender que, en el sistema republicano y la economía de mercado, la guerra ideológica es permanente, sin cuartel. Es el espejo que nos debe recordar que cualquier desarrollo capitalista genera desigualdad hacia arriba y, por lo tanto, fermenta la reacción anticapitalista. Si no hay reformas ni trabajo ideológico, la reacción anticapitalista encumbra en el poder a las corrientes colectivistas y comunistas. La historia, pues, nunca tiene fin.
COMENTARIOS