Dante Bobadilla
Republiqueta
En el país prácticamente no hay Estado de derecho

Parece que ya es un hecho que llegaremos al bicentenario apenas como una caricatura de República. Carecemos de la institucionalidad mínima que se requiere para ser una República. Acá no funciona nada. Todo es decorativo, incluyendo la Constitución. Prácticamente no hay Estado de derecho. El presidente disuelve el Congreso de manera desesperada, en un acto aberrante y sustentado en burdas leguleyadas para proteger al Tribunal Constitucional que le conviene a los poderes fácticos. En contraprestación, el Tribunal Constitucional, salvado por el cierre del Congreso, le da su bendición al golpe. El fundamento es que las masas lo piden. La Constitución ha sido reemplazada por las encuestas.
No debe extrañarnos pues que metan presa a la lideresa de la oposición cuando les venga en gana mediante puras farsas jurídicas, y se burlen del Estado de derecho montando un circo judicial e inventando cargos y sospechas. Nada puede sorprendernos en este país sin ley, que solo se rige por la voluntad de la mayor organización mafiosa que se haya visto jamás, y cuyo objetivo primario es desaparecer todo rastro de fujimorismo, y cobrarse la venganza de la derrota militar en el campo, a través de la guerra judicial. Otros objetivos de esta organización están siendo desarrollados con suma facilidad gracias a su control visible de estamentos clave del Estado. Así es como nos imponen su agenda sin competir ni ganar elecciones.
Hace ya mucho que dejamos de estar gobernados por partidos políticos. Pasamos al gobierno de saltimbanquis montados en combis electorales, como producto de la satanización sistemática y permanente de los partidos políticos que, desde los tiempos de Velasco, se convirtieron en los malos de la historia. Así aparecieron los outsiders, las combis electorales, los clubes de Toby, los vientres de alquiler, etc. Las reformas políticas acabaron diezmando la democracia y propiciaron la aparición de movimientos y partiduchos al por mayor. Nunca hubo una reforma política útil. Cada reforma fue peor que la anterior, incluyendo la promovida por Vizcarra y sus notables. Ahora están empeñados en pervertir la institución parlamentaria.
Ante la debacle de los partidos, quienes tomaron el poder en los hechos fueron las oenegés de izquierda, mejor organizadas, bien financiadas, libres de fiscalización y de satanización. Se erigieron como los dueños de la moral, la transparencia, la verdad y la memoria. Sus mentores posan como patricios en los sets dictando cátedra de moral política. Forman parte del elenco estable de asesores de cada gobierno, candidatos permanentes a ministros, fijan la línea del bien y del mal guiados por la luz diáfana de su ser supremo: Mario Vargas Llosa. En todo ese enjambre de oenegés destaca la voluntad de defender terroristas y perseguir militares y políticos que combatieron al terrorismo. Este conglomerado de oenegés maneja los hilos del poder, con acceso y control de instituciones clave del Estado. Y nada de esto es secreto de Estado. Es público y notorio.
La reciente elección de congresistas nos confirma que los partidos políticos quedaron como recuerdos del ayer. No existen más, salvo el fujimorismo que se resiste a morir pero que ya agoniza. El panorama muestra los escombros de la democracia peruana. Es la nueva era de las sectas bíblicas y los nazis andinos, junto a prontuariados y saltimbanquis sueltos de todos los colores, convertidos en representantes políticos sin bandera. El Perú ha demostrado una vez más que siempre puede estar peor. El Congreso del bicentenario estará parchado de retazos, a la altura de uno de los gobiernos más mediocres que se recuerden, a cargo de un presidente sin partido ni bancada que no representa a nadie en absoluto, y de cuya capacidad mental se empieza a dudar.
Frente a este desastre político nacional, los poderes fácticos están de fiesta. Ellos seguirán teniendo el control porque no hay nadie que le ponga el cascabel al gato. A ellos les conviene seguir destruyendo a los partidos y minando la democracia. Es lo que siempre han hecho. Doscientos años para llegar a esto. Parece que no tendremos nada que celebrar sino mucho que lamentar.
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