Plástico

Las siete y media de la noche –hora más, horas menos– propicia la cotidiana ronda nocturna de hombres y mujeres afanados en remover los despojos de la vida moderna del ciudadano del siglo veintiuno, buscando y rebuscando, ¿qué?, el preciado plástico.

Ignoro cuántas toneladas de plástico producimos a diario (leí por ahí, poco más de 600 toneladas al día, ¿será?), pero basta con andar las calles para hallar al pie de un desbordado tacho verde con el rótulo del municipio, al empeñoso reciclador sumido en su humilde faena con la que sostiene su humilde hogar.  

Es la practicidad de esta vida moderna, en la que todo parece estar condenado al tacho, donde todo es descartable, desde el agua embotellada que refresca la garganta del ciclista al cumplir su meta, las botellas arrojadas a los futbolistas por hinchas atrincherados en sus tribunas, como las flores artificiales obsequiadas con el pretexto de que duran más que las flores de verdad, esas que saben enrojecer a las muchachas y son el pasatiempo de las señoras con floreros en la mesa de la cocina. 

Me van a decir que estoy en contra del plástico y la respuesta es un rotundo no. Mi rebelión es contra quienes regalan flores de plástico, como si lo bello de la vida no fuera también marchitarse a pocos; así como de quienes se aparecen en las fiestas ostentando orgullosos sus botellas de vino con corcho de plástico en vez de madera. Son esas cosas a las que me resisto y por las que vale la pena agitar la bandera de la tradición. 

Dicho esto, mientras andamos filosofando la filosofía de lo plástico, nuestros admirables recicladores cargan al hombro los costales, repletos y pesados. ¿De qué? De kilos de plástico, y la mirada fija en la fría madrugada de la ciudad de plástico.