Gustavo Barragan

Pienso pero no existo

Un testimonio personal sobre discriminación laboral

Pienso pero no existo
Gustavo Barragan
13 de julio del 2020


La expresión original en latín es
cogito ergo sum (“pienso, luego existo”), y le pertenece al filósofo y matemático francés René Descartes (1596-1650), fundador del racionalismo occidental. Descartes argumentó que la única forma de encontrar la verdad es mediante la razón. Así, la existencia de Dios se deduce de su naturaleza, del mismo modo que las ideas geométricas pueden deducirse de la naturaleza de las figuras, utilizando como ejemplo la deducción del tamaño de los ángulos en un triángulo. 

Mi experiencia ha sido la negación de esta verdad. Comienza un día de hace un par de años, cuando el Ministro de Transportes y Comunicaciones deseaba nombrar un representante del sector en el directorio de la Empresa Nacional de Puertos, y un amigo me propuso como experto en temas portuarios, navieros y marítimos, con una hoja de vida que certifica haber sido presidente ejecutivo de la Empresa Nacional de Puertos, presidente del CEPRI Enapu, jefe de la División de Ingeniería de la Autoridad Portuaria del Callao, Comisionado para la creación de Enapu S.A., Miembro del CEPRI Naviera Transoceánica, director general de Capitanías y Guardacostas, representante permanente del Perú en Londres, en la Organización Marítima Internacional OMI y 39 años de servicios en la Armada. Así me presentó el ministro al FONAFE, organismo superior del holding empresarial del Estado, para mi nombramiento. 

El director ejecutivo del FONAFE, que por su edad podría ser mi hijo, me citó para una entrevista personal, y la administración me exigió documentar la hoja de vida debidamente autenticada. Bachillerato y maestría eran requisitos, entre muchas otras cosas. Sonreí porque ya había postulado dos veces para presidente de Ositran, con exigencias aún mayores. La primera duda fue cómo ir, ahora que el Presidente de la República juramenta a los ministros en pantalones vaqueros, y me rejuvenece. Con terno, corbata y anteojos los cuidacarros me dicen “doctor”. Cuando me presenté, el portero me retuvo y tras largas consultas telefónicas me dijo que le dejara el sobre a él. Me imaginé que estaba ingresando al Pentágono o a la CIA, sólo faltó que me pasaran por un escáner para ver si escondía algo entre las piernas. Me sentí muy importante porque nunca en el Perú ni en los muchos países que he prestado servicios me habían tratado así, incluida la oficina del First Sea Lord del Almirantazgo Británico o el Palacio de Buckingham, para saludar a su Majestad la Reina.

Comencé a recibir comunicaciones de FONAFE requiriendo tal y cual documento, ofrecí llevarlos en un par de días, aunque me urgían como quien va a perder un vuelo. Viajé a la Escuela Naval en La Punta, donde me gradué con honores, por mi título de Bachiller, tras cinco largos años de estudios en régimen acuartelado. Dejé mis datos, un par de fotografías y me dieron cita porque debía firmarlos el almirante director, que se encontraba de viaje. Volví y el capitán de Navío jefe de la Oficina me invitó un típico cafecito naval, que me recordó mis 39 años en la Armada, hasta que entramos al tema.

–Almirante –me dijo–, hay un problema. Ud se graduó en 1957. ¿No?.

–Sí –le contesté–, fui Espada de Honor de mi promoción.

–Bueno –continuó–, la Ley del Sunedu establece que sólo le corresponde título de Bachiller a los graduados a partir de 1962.

Me subió la presión, conté hasta diez, y repuse

–O sea, no existo para la Escuela Naval.

–Lo comprendo, señor.

–No, Ud. no comprende nada. No puede pretender que vuelva a nacer, postule nuevamente a la Escuela y después de cinco años más me entrega Ud. mi grado.

– Quisiera ayudarlo, pero esa es la Ley.

No sé qué cara me vio pero es fácil adivinarlo, porque añadió a media voz

–Podría otorgarle una constancia de estudios, pero no un grado de bachiller registrado en Sunedu.

La ley es la ley. Y acepté una constancia sin valor oficial. En FONAFE entenderían por qué no soy bachiller en Ciencias Navales, como todos mis colegas más jóvenes.

La siguiente escala fue en el Centro de Altos Estudios Militares (CAEN), en Chorrillos, para recabar mi maestría en Desarrollo y Defensa Nacional. El general de Brigada director me recibió, me invitó un café, me escuchó atentamente y me dijo que no podía otorgármela porque yo me había graduado en 1983, y que ahora la ley del Sunedu exige un curso de dos años, así que tendría que matricularme para seguir la Maestría de dos años, con facilidades de cursos vespertinos y qué sé yo.

Me explicó que yo había estudiado en el CAEM y no en el CAEN, y que ya no existían los archivos. Conté nuevamente hasta diez, “amarré el perro”, y cortésmente le dije:

–O sea que no existo, señor general. Tendría que volver a nacer y seguir el mismo curso nuevamente. ¿No? Vea Ud., general, yo he sido jefe de la Secretaría de Defensa Nacional y consejero de Defensa Nacional con el mismísimo presidente de la República. He tenido bajo mis órdenes al CAEM y propuse cambiarle la denominación a CAEN ¿Y eso no vale nada?

–No es la idea, mi almirante, pero le ruego que me comprenda. Así lo exige el Sunedu

Qué cara me vería que, a media voz, me dijo.

–Yo podría ayudarlo otorgándole una constancia de estudios sin registro en el Sunedu.

Bueno pues, en FONAFE entenderían por qué no soy magíster en Desarrollo y Defensa Nacional, como todos mis colegas. Volví al FONAFE y dejé el sobre al portero.

Me citaron al FONAFE para revisar mis documentos con una abogada y dos funcionarios más. Formularon media docena de observaciones e hicieron reparos a los dos cartones sin registro en el Sunedu. Conté hasta diez, me agarré pacientemente las canas y les dije,

–¡Doctora, esto vale más que veinte cartones! ¡Es la experiencia de 65 exitosos años de vida profesional!

–Lo comprendo, señor, pero la ley es la ley.

Me citaron para la entrevista y fui con terno y corbata, en tiempos que el Consejo de Ministros sesiona en camisas sport de manga corta. Me recibió un colega marino y me condujo al despacho del director ejecutivo. Fue una entrevista de alrededor de una hora. Me habían aconsejado que fuera parco, pero el interrogatorio sobre la empresa de puertos que en mi gestión tenía 4,500 trabajadores y doce puertos, ahora reducidos a 120 empleados y tres puertos en privatización sin el Callao, que ya está concesionado a dos empresas.

Me explayé con todas mis experiencias nacionales e internacionales, hice sugerencias. Realmente era un éxtasis para mí y el joven ejecutivo seguía preguntando. Al final se puso serio y me lanzó su último dardo.

–¿Y Ud. por qué, en lugar de disfrutar de su jubilación, se busca complicaciones en la función pública?

–Bueno –le contesté–, porque tengo capacidad instalada ociosa y deseo aprovecharla, aún no me ha llegado el día de regar el jardín o pasear un perro.

Un apretón de manos, el clásico “ya le avisaremos” y otra vez al ascensor. Mi colega marino no había abierto la boca. Nunca hubo una elegante respuesta, como exige la cortesía.

Un día leí que lo había reemplazado mi colega marino. Ese sí que conocía el valor del silencio. Curioso. Indagué, por otra fuente, qué había pasado. Me dijeron discretamente que desde que vio mi solicitud con una edad de base ocho había dicho que nunca contrataría a un anciano. Tanto trajín por las puras. Busqué la Ley SERVIR y en ella encontré un artículo que dice que los mayores de 80 años sólo pueden ejercer funciones en el Estado en cargos part time. Al fin y al cabo, la ley estaba de mi parte: un directorio son un par de horas semanales y S/ 4,000 al mes. Ni por esas me ligó.

Recuerdo al fulano; muy cordial y muy correcto, pero un necio. Sé perfectamente que no todos los adultos mayores, antes conocidos como ancianos, llegamos en la plenitud de facultades; pero los que llegan son apreciados en otros países, porque tienen el don de la experiencia. Y digo necio porque el joven director ejecutivo no sabe que un día puede darle un infarto, un accidente de tránsito podría dejarlo cojo o un accidente de aviación desaparecerlo. No se lo deseo, por cierto; pero son los riesgos de la vida. El hijo de un amigo se quedó frío para siempre jugando squash. Juventud, divino tesoro. ¿No?

En principio, soy un adulto mayor saludable. Pero en concreto no existo, aunque pienso y razono. Te equivocaste amigo Descartes, en tu época no existía la ley del Sunedu. Cogito ergo sum.

Gustavo Barragan
13 de julio del 2020

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