Javier Agreda
Peruvian fiction
Reseña de la novela “La lealtad de los caníbales”
Con La lealtad de los caníbales (Anagrama, 2024) Diego Trelles Paz (Lima, 1977) completa su trilogía de novelas sobre la violencia en el Perú contemporáneo, que comprende también a las novelas Bioy (2012) y La procesión infinita (2019). Pero esta vez el proyecto narrativo es más ambicioso: a la manera de La Colmena (1950), de Camilo José Cela, contar la vida de un amplio número de personajes que se reúnen en un pequeño restaurante ubicado en pleno centro de Lima (el referente es el conocido bar Queirolo). La novela, de casi 400 páginas, narra tanto el presente (está ambientada en la segunda década de este siglo) como el pasado de todos ellos, en cuyas historias abundan los episodios de violencia.
El personaje principal es Ishiguro, el mesero de ese restaurante, cuyo padre fue asesinado en 1992 por paramilitares (el Grupo Colina) bajo las órdenes del gobierno fujimorista, en la “masacre de Pativilca” (un suceso real). Ishiguro quiere vengarse, encontrar a la mujer que mató a su padre; y para ello sigue a Píper Arroyo, corrupto comandante de la policía, líder del grupo Terna y cliente habitual del restaurante, quien tiene vínculos con los Colina. A las historias de estos personajes el autor suma las de Rosaura Díaz, la cocinera del restaurante, amada secretamente por Ishiguro, quien llegó a Lima tras el asesinato de sus familiares en Ayacucho; la de Blanca, amiga colombiana de Rosaura, quien llegó a Lima huyendo de la violencia en su país; la de Fernando Arrabal, un joven escritor cuyo padre es un militar que colaboró con Vladimiro Montesinos…
Ya en este breve resumen podemos notar algunos de los problemas de la novela, como su obsesión por los hechos de violencia: peleas, secuestros, golpizas, violaciones, asesinatos parecen los únicos sucesos que le interesan al autor (bueno, no los únicos, también hay muchas páginas dedicadas a los actos sexuales, pero eso es otro tema). Además, en ellos el autor se explaya con descripciones minuciosas y llenas de detalles, que remiten al más duro cine gore. Y al saturar la narración con estos hechos termina trivializándolos, quitándoles intensidad y gravedad; y de paso, destruyendo su propia propuesta literaria, la de hacer un retrato fidedigno de la sociedad limeña y peruana en general. La oscura, miserable y peligrosa ciudad en la que viven los personajes de La lealtad de los caníbales está más cerca de ciudades de cómics –la Sin City de Frank Miller o la Ciudad Gótica de Batman– que de la próspera Lima de inicios del siglo XXI (cuando el país alcanzó las más altas tasas de crecimiento económico).
Esta mención al cómic no es arbitraria, pues incluso buena parte de los personajes de la novela parecen salidos de este tipo de ficciones: una mujer que predice el futuro de los hombres a partir de las formas de sus traseros, el policía drogadicto y experto en imitar a Juan Gabriel (con “arrebatos carnavalescos y abiertamente travestis”), un troll fujimorista adicto al porno de abuelas, etc. A esa irrealidad (caricaturesca y no literaria) también contribuye el hecho de que cada uno de esos personajes además está obsesionado con algún tipo de arte masivo (rock, películas sobre la mafia, música chicha, etc.), sobre el que reflexiona larga y sesudamente .
¿Cómo compensa Trelles estos excesos? Pues apelando al viejo costumbrismo, haciendo descripciones en las que abunda el “color local”. Sobre el desayuno de Ishiguro nos dice: “Acostumbrado al pan con atún y al emoliente en vasito descartable en el puesto de la señora Rosa en la avenida Wilson –sol cincuenta, joven; dos si agrega pan con queso…”. Y también haciendo que sus personajes siempre hablen utilizando la jerga peruana más estereotipada: “Sofía, carajo, abre un poquito la cabeza: el padre Pablo es maricón, cabro, abejorro, chivo, puto, rosquete”, “Atrévete a respirar y te mato a golpes, gordo bocamierda, ¿con quién chucha crees que te estás haciendo el payaso, perro conchatumadre?”.
Es evidente que el autor ha realizado un esforzado trabajo para crear esta compleja novela, con una frondosa trama y con tantos personajes (aunque no hay grandes diferencias entre ellos, entre sus perspectivas). También es notorio su esfuerzo por traer a la ficción algunos de los problemas más acuciantes del Perú de hoy (violencia, autoritarismo, delincuencia, desigualdad, etc.). Sin embargo, y lamentablemente, su trabajo no llega a cuajar en una reflexión, interpretación o propuesta que vaya más allá de la acumulación de clichés y episodios efectistas.
Una película norteamericana de reciente estreno, American fiction (2023), planteó el problema de que ciertos novelistas afroamericanos logran el éxito contando historias sobre su propia comunidad, pero apelando a estereotipos y exagerando hasta la caricaturización la miseria, las situaciones violentas y las peculiaridades de la forma de hablar de los personajes. Y lo hacen porque saben que eso es lo que esperan los lectores “blancos”. Mucho de eso hay en La lealtad de los caníbales, una eficaz peruvian fiction que apela –con destreza técnica y llevándolos mucho más allá de lo verosímil– a todos los rasgos, asuntos y maneras de la narrativa peruana sobre la violencia.
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