Hugo Neira

Ni virrey ni inca, buscando un jefe

Un déspota con apoyo popular

Ni virrey ni inca, buscando un jefe
Hugo Neira
19 de noviembre del 2018

 

Después del velasquismo volví a Europa. ¿Qué otra cosa podía hacer? Eran los años ochenta y se producían cambios decisivos. Se conocía ya lo que se ignoraba en la América Latina, la situación insostenible de la Unión Soviética. En el mundo universitario, «el marxismo había dejado de ser hegemónico» (Jacqueline Russ, La marche des idées contemporaines). Para mí fueron años de reestudio. Revisé a fondo mis conceptos básicos. De A a Z. Dejé de ser marxista, pero no me hice liberal. En esos decenios, se produjo un big bang de las ciencias sociales, libres de la ortodoxia estaliniana. De ahí provengo. Gané por concurso un puesto de docente y durante siete años escribí serenamente Hacia la tercera mitad. En Arequipa, hace poco un editor me entrega la quinta edición. Como diagramación es mejor que las anteriores. Y el muy cuerdo editor me pide un ensayo más. Sobre lo ocurrido de 1996 al 2018, en el Perú. Lleva un intitulado que lo dice todo: «La prosperidad del vicio». Y no insinúo un grupo en especial, me asombra la descomposición de instituciones, partidos y gentes.

Acaso vivamos una época de rupturas y metamorfosis. ¿Pero tenemos la epistemología para entenderla? En las ciencias de la vida, hablo de la biología y la genética universal, se entiende la autorganización de la vida con un concepto reciente, el genoma. Para entender el cosmos, Stephen Hawking, antes de irse, nos ha explicado que los agujeros negros son perfectamente razonables, lo que pasa es que nuestros conceptos de espacio y tiempo no lo son. En nuestra cabeza no cabe que esas singularidades sean otros tantos universos paralelos. Y después de decir eso, tras quebrar las leyes de la física, se calla para siempre.

Aterricemos. Cuando me fui, el Perú gozaba todavía de sus oropeles. País de grandes historiadores y de ánimo republicano. La nacionalidad peruana se enroscaba como una serpentina en torno a la obra de Jorge Basadre, Riva-Agüero, Raúl Porras, Luis Valcárcel. Sin duda, Pease, María Rostworowski. Alguien me dirá, son los clásicos. Pero no existen en cursos de historia para escolares. Tengo ante mis ojos la Nueva historia general del Perú , con escritos de Lumbreras, Burga, López Soria, Flores Galindo, Bonilla, pero lejana, de 1975. Luego, el señor Vexler los ha exterminado. E igual, le dan honoris causa.

El último de los ensayos en ese libro es de Sinesio López. «De imperio a nacionalidades oprimidas». Era el posvelasquismo. Parecía que venía algo positivo. «El Perú es una nación en formación». ¿Qué nos ha pasado, a todos? ¿A izquierdas, derechas, centristas, a ricos y medio ricos, a pobres, a la gente que vive en ciudades —que es la mayoría del país— y a los que siguen viviendo en el campo?

Van a cumplirse muchos años de mi retorno. Veo una sociedad sin mapas mentales, sin reflexión sobre el pasado. Y para el presente, una sociedad cargada de miedos, desconfiada ante los otros, y políticos erráticos dando palos de ciego. Veo una sociedad habitada por millones de peruanos que no saben de dónde vienen. Deshistoriados. Y sin embargo, en el presente, veo los fantasmas del pasado: odios políticos, guerra al rival, justicia como venganza. Me parece vivir los decenios posteriores a San Martín y Bolívar. ¡Y se creen modernos!

Me preocupa los miedos como argumento central de la política. Marx dijo que los hombres construyen la historia, pero no aquella que les gustaría. ¿Cómo puede surgir algo positivo desde la mala memoria? ¿Cómo proponer un destino? Nos hemos quedado sin historia. Y en consecuencia, sin realidad. No la soportamos.

Entonces, cuando Dios no está, el diablo hace de las suyas. Sin el uso del razonamiento, viene la irrealidad. El presentismo de estos días se hace a base de emociones, fake news, mensajes falsos. Ya no se piensa, se sospecha. La Lima republicana del siglo XIX, la de Ricardo Palma, era de comadres y marisabidillas, con sus modestos 60,000 habitantes, una aldea locuaz y chismosa. ¿Pero con cerca de diez millones, hoy, tras la posverdad y las noticias falsas? Y se tragan mentiras del tamaño del monumento a San Martín...

Desde mi punto de vista, ese uso de las emociones ya lo hemos visto en otras naciones. Mi objeción es fácil de entender. Quién en política prefiera el mito a la razón, es parte del fascismo. No es necesario ser rubio, ario, alemán y de ojos claros para ser un nazi. Aquí no hay esvásticas, pero sí un sustituto, mitologías. Las creen y difunden las redes sociales. Allá ellos.

Hay entre nuestras tribus políticas, partidarios del retorno al Tahuantinsuyo. Y no bromeo. Desde que volví, me sorprendió la inclinación a la magia y a la subjetividad en muchos intelectuales. Recuerdo uno en particular, Gustavo Benavides. En Márgenes (04.12.1988) sostenía que Sendero encarnaba «la ideología mesiánica del mundo andino». Le prestaba una religiosidad que no era parte de la cruel máquina de guerra de Abimael. Años después, la Comisión de la Verdad entierra esa mitología, describiendo las masacres de SL. Uchurracay, Lucanamarca, Santillana —qué pronto las hemos olvidado— el asesinato de Quispes, Yupanquis, Condoris. Hubo más muertos en Ayacucho que en cualquier otro lugar. Unos 340,000 se fueron a Lima. La religión de SL mató más quechuaparlantes que los conquistadores. Era un Pol Pot a la peruana, y punto. 

Todavía hay quienes sueñan con un jefe despótico. No se dedicará a «batir el campo», como el «pensamiento Gonzalo». El que se está fabricando será un magnopresidencialismo. Y aunque han quitado ese verso del himno nacional, volverá el «largo tiempo el peruano oprimido». Volveremos a lo normal, al déspota con apoyo popular. Lo tuvo Leguía, Odría, ¿por qué no en el inmediato porvenir? La ausencia de reflexión marca este tramo oscuro de la patria.

 

* Esta columna fue enviada antes de conocerse el asilo pedido por Alan García.

 

Hugo Neira
19 de noviembre del 2018

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