Cecilia Bákula
Miguel Ángel: Actualidad eterna del genio
Y cuál fue la gran contribución peruana para reconstruir su escultura “La piedad”

El 6 de marzo de 1475 nacía en Florencia uno de los artistas de mayor valía en la historia del mundo, de quien se dice que había sido “tocado por los dioses” por la habilidad tan excepcional para expresar su genio creativo. Fue gran pintor, eximio escultor, atrevido arquitecto y cultor de la búsqueda de la belleza, siendo la suya una larga vida, pues murió a los 89 años el 18 de febrero de 1564, después de crear lo inimaginable.
Son muchas las voces que se levantan para identificar a quién debe ser considerado como mejor artista del Renacimiento. Algunos señalan a Leonardo porque, sin duda, tuvo dotes excepcionales y aportó mucho en su tiempo, con consecuencias que han impactado a través de los siglos. Y no me cabe duda que la difusión de su obra lo catapultó aún más. Pero Da Vinci no fue escultor y, tal como él mismo expresó, esa era una labor que le resultaba poco menos que despreciable.
Son hermosas y precisas las palabras que utiliza Giorgio Vasari en su importante obra titulada “Las vidas de los más excelentes arquitecto, artistas y escultores italianos”, cuya primera edición es de 1550, cuando al referirse a nuestro artista señala: “Rector del cielo volvió, clemente, los ojos hacia la tierra y… resolvió, para librarse de tantos errores, enviar al mundo un espíritu que, en cada una de las artes y en todas las profesiones, fuera universalmente capaz y por sí solo mostrase cuál es la perfección del arte del dibujo, en materia de línea, contorno, sombra y luz, y diese realce a las cosas de la pintura y con recto juicio obrase en escultura, e hiciese viviendas enriquecidas por los varios adornos de la arquitectura”.
Los tiempos que vivió Buonarroti fueron sin duda excepcionales, pues al nacer a horcajadas entre el siglo XV y el XVI, él y el mundo vivieron y convivieron con personas y eventos de singular trascendencia. Fueron sus coetáneos individuos de la talla de Cristóbal Colón, quien a miles de kilómetros marcó formas nuevas de navegación y de presencia europea; cultores de la palabra como Cervantes o Shakespeare compartieron el siglo y lo hicieron también artistas como el propio Leonardo, Botticelli, Velásquez, Caravaggio, Durero, así como pensadores como Copérnico, Maquiavelo, Erasmo y Lutero.
En ese universo de creación genial, Miguel Ángel obró maravillas en las tablas que pintaba y marcó su genialidad al hacer de la piedra y del frío mármol, la materia precisa para dar vida y movimiento a las imágenes que iba sacando de ellas. Entablaba una relación muy especial con cada mole pétrea a la que se enfrentaba y, dialogando con ellas, veía de antemano al inicio del trabajo, la imagen en bulto que tendría como resultado. Más allá de la grandeza de su obra en la Capilla Sixtina, incluyendo el gigantesco paño dedicado al Juicio Final, en donde él mismo quiso quedar retratado y los aportes a la perfecta arquitectura, deseo mencionar su obra escultórica fundamental porque aunque ella pudiera parecer ajena a nosotros, quizá distante y hasta lejana, resulta que nos debe conmover la cercanía con el Perú.
Más allá del glorioso y eterno David y de la colosal escultura de Moisés, quiero referirme a La Piedad, que se encuentra en la primera capilla al ingreso a la Basílica de San Pedro en Roma y que es una obra fundamental en la historia del arte de todos los tiempos; fue realizada por encargo, plenamente documentado, cuando el artista tenía entre 23 y 24 años. Para ello, el propio Miguel Ángel fue a las canteras de los Alpes Apuanos, situadas al norte de la ciudad de Carrara, en la región de la Toscana y allí eligió minuciosamente el bloque de mármol blanco en el que tallaría posteriormente su obra cumbre. Supervisó personalmente la extracción del material, y con la ayuda de canteros locales, eligió el trozo en "ese punto difícil donde uno sabe que el mármol es de buena calidad". De ella se dijo: “…es una obra a la que ningún artífice excelente podrá añadir nada en dibujo, ni en gracia, ni, por mucho que se fatigue, en poder de finura, tersura y cincelado del mármol”.
Siendo La Piedad, la única obra firmada por el artista, él nos enfrenta, a fuerza de cincel, a su voluntad de aceptar lo clásico de la escultura griega, adelantarse a su tiempo, quebrar los paradigmas del momento y mostrar en el Cristo que yace en los brazos de una muy joven madre, la más absoluta belleza y serenidad logradas con cuerpos anatómicamente perfectos y detalles trabajados con la máxima excelencia.
Quiero traer al recuerdo esa escultura extraordinaria y hecha con inspiración divina a nuestra propia realidad pues, el 21 de mayo de 1972 un insano y desquiciado Laszlo Toth ingresó al espacio en donde estaba la escultura y, dando gritos de que él era Jesucristo, atacó a la imagen dándole hasta 15 golpes con una comba y afectando parte del pie de Jesús y, especialmente destruyendo la nariz, los labios y la mano izquierda de nuestra Señora. Podemos imaginar el horror del mundo ante ese atentado y la dificultad inmensa de recuperar una obra de ese incalculable valor; valor que jamás será monetario, sino universal y profundamente simbólico. El Vaticano horrorizado buscaba la manera, que parecía imposible, de recuperar la obra.
Todo estaba envuelto en la desesperanza hasta que, investigando en sus archivos se supo que había una copia… que había sido autorizada por el propio Pontífice; el Papa Juan XXIII no había podido desatender la insistencia del ingeniero puneño Enrique Torres Belón, quien deseaba poner en su mausoleo, una copia exacta, una réplica de esa histórica escultura. En su momento y con todas las autorizaciones del caso, se obtuvo la copia que viajó desde Roma a la ciudad de Lampa, en Puno, en nuestro país.
Esa copia se encuentra en la Municipalidad distrital ya que por el peso no pudo ser colocada en la parte superior del mausoleo del solicitante, quien mandó a hacer, además, una copia en material muy ligero que hoy en día se puede apreciar en la iglesia de Santiago Apóstol en ese hermoso lugar del altiplano peruano, rematando la tumba de quien logró obtener un permiso tan especial. Desde Roma, se grabó con claridad lo siguiente: “Esta réplica fue tomada de la obra original de Miguel Ángel, con permiso de la Archiprelatura de la Basílica Vaticana, en agosto de 1960”.
Fue esa copia la que salvó al mundo de perder una obra que refleja belleza, perfección y espiritualidad y permitió que técnicos del más alto nivel lograran recuperar el original, que ahora está protegido por extremas medidas de seguridad
La obra de Miguel Ángel encarna la perfección y mezcla lo terrenal con lo divino, muestra la contradicción de las fuerzas, las dimensiones, los volúmenes y el movimiento o el color según corresponda, buscando el equilibrio exacto entre el cuerpo, la belleza pura y la esencia espiritual que existe en cada hombre. El mismo artista señaló: “La verdadera obra de arte no es más que una sombra de la perfección divina”.
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