Darío Enríquez
Los problemas de Lima no tienen solución
No perdamos más tiempo en ellos

Desde que en la década de los sesenta se cometieron los graves errores que son causantes directos del caos que vive hoy nuestra ciudad, los problemas de fondo que sufre Lima no cesan de hacerse cada vez más inabordables. Es cierto que desde los noventas se vivió una mejora general de condiciones de vida, a partir del cambio de modelo que liquidó el funesto experimento socialista militarista de la dictadura de Velasco. Perú entró a la modernidad de una economía de mercado dinámica y próspera, que ha elevado en forma extraordinaria el nivel de vida y reducido los guarismos de pobreza en forma espectacular. Pero no es suficiente.
Hay dos obstáculos fundamentales contra la continuidad de nuestra prosperidad. Uno es que no se ha ejecutado la segunda ola de reformas que se requiere para profundizar un modelo exitoso, que ha sido sistemáticamente atacado por sucesivos malos gobiernos, pero que ha resistido a todos ellos. El otro es que no se ha logrado gestiones eficaces en la administración de los grandes centros urbanos. Sin duda alguna, el bienestar material se hace tangible, real y sostenible en el contexto de ciudades en las que las condiciones de vida resuelvan, en lo cotidiano, lo que una macroeconomía sana propone y facilita.
Veamos cómo nos va con el más grave, pernicioso y difícil problema de nuestra ciudad: el caótico tránsito de personas y vehículos. Algunos falsos expertos, absolutamente fuera de toda realidad, cobran protagonismo ofreciendo pobrísimas alternativas de “solución” con patinetas o bicicletas. Otros igualmente falsos, proponen elíxires o píldoras de progreso instantáneo que lograrían mágicamente —mediante la “construcción de ciudadanía”— convertirnos en una ciudad ordenada, limpia y futurista. Absurdo.
En los sesenta, la eliminación del sistema de tranvías (craso error), el desaprovechamiento de lo que pudo ser la primera gran línea del Tren Metro —la ruta Lima-Barranco-Chorrillos (en su lugar se construyó el Zanjón)— y la invisibilización del cono norte, que ya estaba muy poblado (San Martín de Porres, Comas, Independencia, Collique, etc.), fueron la génesis del caos que hoy vivimos. La solución sería casi “volver a los sesenta”, con los respectivos ajustes espacio-temporales. El caos del tránsito urbano sigue teniendo un diagnóstico similar, aunque muchísimo más complejo porque no somos una ciudad de apenas un millón y medio de habitantes, sino una megalópolis rumbo a los doce millones.
La verdad, Lima es un caso perdido tal como se pretende abordar hoy su complejísima problemática. Debemos dejar que las propias fuerzas de la ciudad vean cómo resuelven el problema que no supieron gestionar (cada vez sus habitantes eligen peores alcaldes distritales y provinciales; si quieren echarle la culpa a alguien, mírense en un espejo). Desde el Gobierno central, lo que debe preocupar es el destino que otras ciudades medianas —como Arequipa, Trujillo, Chiclayo y Piura. (ninguna supera el millón de habitantes)— puedan tener si en ellas no se toman decisiones importantes en forma inmediata. Si no se hace, replicarán en un futuro muy próximo el caótico presente de Lima.
Es en esas ciudades en las que debemos desarrollar grandes inversiones en infraestructura para que a mediados del siglo XXI (esos son los tiempos, no se trata de mañana ni pasado mañana), sean ciudades viables, dinámicas y prósperas, en las que fluya el bienestar entre sus habitantes, bajo una visión sólida. Arequipa debe unirse con Camaná y Mejía, siguiendo la ruta de El Pedregal, con un sistema vial de alta velocidad como el TGV y redes conexas. Ese debe ser el horizonte. Del mismo modo que Chiclayo debe unirse con Lambayeque, Piura con Sullana y luego ambas ciudades con Trujillo, formando una red de alta sinergia para desarrollar el enorme potencial del norte peruano, también pensando en soluciones como el TGV.
Estas nuevas megalópolis peruanas del siglo XXI abonarán a favor del crecimiento de otras ciudades hoy más pequeñas, como Chimbote, Huancayo, Cusco, Ica, Talara, Pacasmayo, etc., integrándose en la gran red urbana de un país próximo al primer mundo hacia 2050.
¿Qué hacemos con Lima? Mientras el Gobierno central se preocupa por el resto del Perú, en la capital se tendrá que intentar soluciones con un retraso de cincuenta años. Las fuerzas vivas de la ciudad deben ocuparse. Un régimen especial se impone. El absurdo de 48 alcaldías distritales y dos provinciales debe dar paso a una organización político-administrativa mucho más racional, con no más de ocho zonas especiales metropolitanas, y combinando autonomía en ciertas tareas con acciones centralizadas en otras. ¿Quién le pone el cascabel al gato?
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