Dante Olivera
Los derechos fundamentales como racionalizadores de la “batalla cultural”
Los futuros constitucionalistas deberían tenerlo muy en cuenta

En algunas conversaciones pasadas que tuve con mi buen amigo Abraham Candela sobre el estado actual y devenir del derecho constitucional, nos preguntamos acerca de la polarización y enfrentamientos actual dentro de esta rama, devenidos de la constante crisis política que vive nuestro país y de la expansión de la ideología de manera desmenuzada.
Una de las preguntas centrales era, ¿Por qué surge un enfrentamiento fuerte (disfrazado de intolerancia) dentro del mundo y la enseñanza de los derechos fundamentales? La respuesta suya que me convenció fue la siguiente: Los derechos fundamentales son, muchas veces, un campo de enfrentamiento ideológico fértil porque son los racionalizadores de la batalla cultural. Pero, ¿qué quería decir eso?
Cuando el mundo, paulatinamente, pasó de la opresión estatal a un Estado de Derecho y evolucionó a un Estado constitucional de derecho, se dio el fenómeno conocido como separación y equilibrio de poderes, la división tripartita entre ejecutivo, legislativo y judicial debían darse pesos y contrapesos, de manera que no haya un desequilibrio entre estos. Esta fórmula fue ideal para el momento histórico que dio paso al, mal llamado, Estado moderno, pero quedó incompleta con la evolución al Estado social y, luego al Estado constitucional de derecho.
Precisamente, en el Estado constitucional se da una especial importancia a lo que son los derechos fundamentales (Grundrechte) por los horrores que devenían de la segunda guerra mundial, el genocidio nazi, fascista y norteamericano con Hiroshima (lista a la cual se uniría el bloque comunista luego de la desclasificación de documentos). El mundo, en general (más aún el occidental) pensó que la clásica fórmula de solo tener división de poderes, equilibrios de estos y tener un documento político llamado Constitución, eran insuficientes para valorar y resguardar la vida humana, se necesitaba algo, un espacio indisponible, una esfera de lo indecidible para el poder político. Esa esfera, ese algo que “no se puede tocar”, ese “coto vedado” resultan ser los derechos fundamentales.
Así es como los derechos fundamentales pasaron a ser fundamento del Estado constitucional, ni el poder político, ni los privados (con el advenimiento de un mayor mercado) podrían interferir o dañar a estos. Los derechos fundamentales se convirtieron en núcleo básico de la coexistencia en sociedad.
Sin embargo, el concepto de lo que es o lo que son los derechos fundamentales parece ser un debate jurídico que no está por acabar (Alexy, Dworkin, García Amado, Ferrajoli, etc), pero, a pesar de esto, parecía que el mundo había adoptado breves consensos sobre lo que son los derechos fundamentales hacia finales del siglo pasado, con conceptos como dignidad, libertad, igualdad, entre otras, los cuales, de alguna manera, eran una representación “objetiva” de las sociedades. Eso parecía.
Lastimosamente, las nefastas corrientes pseudofilosóficas como lo son el posestructuralismo y el posmodernismo irrumpieron en la palestra social y académica, invadiendo y contaminando cada rastro académico que podían, el campo del derecho no fue ajeno a esto, más aún, el derecho constitucional.
Siendo aún escéptico de lo que es la categoría “batalla cultural”, me aventuro a usarla para fines didácticos en esta narración.
Si los derechos fundamentales, en parte, son la objetivación de los valores propios de una sociedad, esto implica que está estrechamente vinculado a la cultura de esta. Al mismo tiempo, la cultura no funciona de manera mecánica, sino que también está sujeta a cambios paulatinos en sociedades no modernas, o a cambios bruscos y radicales en sociedades modernas, producto de la tecnociencia.
Con el advenimiento de las corrientes ideológicas antes mencionadas, las sociedades sufren, por así decirlo, un “ataque intelectual” a sus valores, culturas, su moral y sus conceptos. El posmodernismo, de manera resumida, dirá que todo es parte de un juego de palabras, que no hay verdad, solo relatos, ya sean grandes o pequeños y pondrá énfasis en una palabrita muy querida para algunos neoconstitucionalistas: la deconstrucción.
Por su parte, el posestructuralismo, con cierto filósofo francés dirá de manera orgullosa que “el hombre a muerto” y que lo que hay que estudiar son sus “estructuras”, alejando así el estudio del humano por el de una entelequia llamada “estructura” y dejando por los suelos una gran tradición racionalista moderada y empírica de la realidad.
Siendo el lenguaje una de estas estructuras que “moldea” al hombre, se da impulso a la contaminación de los conceptos, en muchas ocasiones, a la inversión de estos, lo que origina que el concepto de la palabra sea, muchas veces, ajeno a lo que en un inicio se creía o se pensaba.
Esta inversión de conceptos se enmarcaría dentro de una especie de guerra lingüística, puesto que, si el lenguaje es la estructura que moldea al hombre, a su cultura, una de las cosas importantes para las apropiaciones o transformaciones sociales, es el poder tomar al lenguaje.
Es así que un “medio” muy útil y sutil para lograr el cambio de las sociedades puede ser el derecho constitucional, puesto que este tiene algo muy particular que no la tiene otra rama del derecho: tiene la constitucionalización del derecho, esto es, que el derecho civil, penal, tributario, administrativo, tienen que estar coherentes (siguiendo la teoría kelseniana del orden jurídico perfecto y sin contradicciones) con la norma de normas, la Constitución, lo que de alguna manera da supremacía al derecho constitucional.
Por otro lado, tiene el estudio y la enseñanza de los derechos fundamentales, los cuales, como ya dijimos, son el fundamento del Estado constitucional (tesis con la que no estoy tan de acuerdo, dicho sea de paso), y este estudio y enseñanza está acompañado de conceptos, los cuales son indeterminados (diferencia entre reglas y principios), por lo que se les debe dar contenido vía interpretación.
Es en este punto, justamente, que los derechos fundamentales se vuelven en los racionalizadores de la batalla cultural, puesto que los conceptos con los que trabajan son indeterminados e interpretables, tienden a ser “supremos” en nuestro ordenamiento jurídico, y adicionalmente, pueden ser fácilmente comunicados (por su poco tecnicismo) y entendidos por el común de las personas.
Por ejemplo, no es lo mismo decir que alguien puede acceder al derecho a la eutanasia o al del suicidio asistido, que el derecho fundamental a la muerte digna. No es lo mismo decir que toda persona tiene dignidad, indistintamente de su condición, y, por ende, el mismo nivel de protección, que hay seres humanos con un estatus inferior de dignidad por su condición, a los cuales se les puede asesinar. No es lo mismo decir que todos los seres humanos somos iguales ante la ley, en la aplicación de la ley y no se nos puede discriminar, a decir que la igualdad “real” supone discriminación positiva o trato diferenciado.
No es lo mismo decir que uno tiene que ejercer con respeto la libertad de expresión, dentro de los límites establecidos, a decir que la libertad de expresión se puede convertir en discursos de odio, dependiendo qué grupo político lo utilice. No es lo mismo decir que uno está a favor del libre desarrollo de la personalidad y a favor de los derechos del niño, a decir que existe el derecho fundamental a las infancias trans.
En definitiva, el campo de los derechos fundamentales es el campo de mayor racionalización de la batalla cultural y algo que los futuros constitucionalistas deberíamos tomar con mucha razonabilidad, para no acabar generando desprotección de derechos fundamentales, pero tampoco para suicidar la razón por compromisos ideológicos previos.
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