Hugo Neira

La replana y la rebelión de las mesas

La jerga cumple una tarea social: comunica

La replana y la rebelión de las mesas
Hugo Neira
17 de mayo del 2020


Uf! Al menos unas temáticas que me pongan lejos de las últimas noticias del coronavirus, si los contagios del mundo rebasan los 4.3 millones y que los catalanes en su Ayuntamiento (traduccion, la Municipalidad) «reparten 20 mil cajas de comida a los desprotegidos de la pandemia». ¿Cuáles temáticas? Un cierto debate sobre cómo se quiere enseñar el castellano. Y el otro, lo lindo que se está portando el nuevo Congreso. Está claro que es peor que el anterior. 

Roberto Abusada Salah (El Comercio, 13/05/20) dice con sinceridad que «mientras el virus destruye las fuentes de sustentos de millones de peruanos un Congreso hiperactivo y disfuncional», «dispara y aprueba leyes sin debate de comisiones ni opiniones de expertos». El Banco Central cree que es posible una recuperación económica para los finales del 2021. Abusada duda y sostiene que no será posible porque los mecanismos que tenía el Perú antes de la pandemia, los está arruinando el Congreso actual por su «cortoplacismo, clientelismo, y el desbocado populismo». Si así es, su fúnebre presagio es peor que el coronavirus. Un Perú debilitado en su economía quedará para el siglo XXI, como decimos, calato.  

Entre tanto, otro problema, la manera de enseñar en Perú el castellano. Hay confusión en la materia. No existe un solo modo de hablar el castellano. Lo que cambia en los países de la lengua de Cervantes son los usos. Y sin duda, los acentos. Puede que un español no sepa que un peruano no está enamorado sino templado. Que los peruanos no tenemos amigos sino patas. Si eres estudioso entonces te llaman chancón. El peruano no se porta tímidamente, se chupa. Y lo que llamamos cantaleta, los españoles le dicen estribillo. El cocacho peruano de la abuela es coscorrón en la península. Un español no se escarapela, se espeluzna. Podemos seguir, los peruanismos son innumerables. Hay los tradicionales como en el Vocabulario de peruanismos de Miguel Ángel Ugarte, mi profesor de gramática en el Melitón Carvajal. Sí, pues, tuve la suerte de vivir mi adolescencia en la era de oro de la secundaria estatal peruana, antes que se volviera un Ersatz. Es decir, algo que reemplaza, que se parece y no lo es. Como la sacarina en vez del azúcar. Hace rato que lo digo: no es que sea mala esa educación, ha dejado de existir. Hace rato que lo digo, pero seguimos tan panchos pese a las pruebas de PISA, en la cola del planeta. 

Ahora bien, lo gramatical va muy lejos. En cada vocablo nuevo asoma un cambio en la sociedad. Lo de acholar deja de ser después del «Cholo soy, y no me compadezcas» de Luis Abanto Morales. En los breviarios de peruanismos se solía decir huachafo por ridículo o cursí. Pero eso era antes de la migración andina y la emergencia de clases medias. Desde los 40 del siglo pasado, el recién llegado a Lima se vuelve mosca, despierto, osado, ambicioso y nace otro vocablo. El achorado. Cuidado, entramos en la dinámica de las relaciones sociales. Eso que necesita explicación, porque no es racional sino emotivo. Y el problema de lo peruano no es la identidad. Es «el otro» (sobre ese escollo trabajo en un libro que será amplio por la complejidad del tema).

La cuestión clave de la sociología en nuestros días, ¿cuál es la idea de sí en un grupo? ¿Cómo se ve y cómo los ven? ¡Qué se han creído! En el turbulento mosaico de culturas que habitan el Perú, país heterogéneo como India o México, las mutaciones sociales producen configuraciones espontáneas. Después del cholo vino el achorado. Ahora bien, a muchos peruanos ese juego de categorías les parece trivial. No es así para Danilo Martuccelli, profesor de sociología en París, que se ocupa del individualismo y resulta que en el Perú actual ve diversos rostros. En Lima y sus arenas, los criollos, la cultura chicha y el achorado con su «humor del aplaste». Ya no es el advenedizo, ni el intruso, como los emigrantes andinos. Martuccelli define al achorado al que «avasalla sin miramientos, por ignorancia, por indiferencia, por buscavidas». No acata además las reglas. Lo que le interesa únicamente es su exclusivo beneficio.

Entonces, se entiende el intitulado de este artículo. La rebelión de las mesas. Es cierto que los informales necesitan salir a comprar cada día. Pero no deja de ser verdad que vienen del mal vivir, pobrecitos. Y su ideología, por decir así, es una confluencia de la informalidad y la costumbre de la transgresión liberticida, algo que sería el paraíso para los ácratas del planeta. Por lo demás, no han recibido nada de eso que se llama Estado. Al menos esta vez, algo de comidas y bonos para sobrevivir. Pero carecen de la educación para salir de la precariedad. Si hubieran tenido estudios, hoy conocerían el misterio de cómo prosperaron las naciones capitalistas desde el XIX a nuestros días. Es sencillo, gracias a los lazos fiscales. Tú me das tributos, yo te hago carreteras, túneles, puertos, escuelas, hospitales. Pero eso es Suecia o Suiza, más lejos del Perú que la galaxia Andrómeda. 

En fin, la replana, la jerga, no necesariamente lenguaje para delincuentes, sino las ganas de cada generación de tener claves y secretos. Es la voz de las características particulares. Por ejemplo, nuestra «sociabilidad» que sorprende a Martuccelli. Lo somos, y por eso nos cuesta el confinamiento. Pero, debo decir que la mejor síntesis de nuestra manera de vivir, la pone en el lenguaje no un sociólogo o un político, sino un poeta, Carlos Germán Belli. En ¡Oh Hada Cibernética!, Belli desentierra la palabra descuajeringados. Gran peruanismo, más fuerte que despelote, para casos menores. O descomputarse (Hevia). Quiere decir que vivimos en el caos. Yo lo llamé, veinte años atrás, anomia. Ausencia de reglas. Y así no se sale de pobre. 

El tema de las «discriminaciones lingüísticas», me llega de parte de un amigo que teniendo hijos para la escuela primaria, se inquieta que las clases a distancia no «corregirán los defectos». Yo también me indigné. Pero no eran las formas provincianas de hablar. El error está en no hacer la diferencia entre acento y reglas. Acento tiene el mexicano, el argentino, y lo tenemos nosotros. El cusqueño, el limeño, el loretano. Otra cosa es que el castellano tenga diversos nombres para la misma cosa. He sido por unos años, periodista en España. Y el director de la revista en la que trabajaba, «bueno, Neira, el artículo está bien construido, pero ahora ¡tradúcelo al castellano, coño! Ellos cogen las cosas, nosotros las agarramos (pero no tenemos garras¡!). No dicen carro sino auto o coche. Un español se pone de pie cuando un latinoamericano se para. En la lengua corriente pararse es detenerse. En fin, un ejemplo. En Madrid, para cruzar una avenida, el letrero para los transeúntes, de ser a la peruana, sería, «apriete el timbre y pase la calle». Para los madrileños, «pulse el botón y atraviese la calzada». ¿Cuál es el mejor? ¡No lo hay! Las lenguas son variadas como la vida y tienen modificaciones que solo se nota con los siglos. ¿Podemos acaso leer a un autor del Siglo de Oro y entenderlo? Puede que sí, puede que no. La mujer que dice «que ya entiendo lo que demandades: non es desseosa de amar», es la vaquera de la Finojosa que le dice nones al Marqués de Santillana¡! Incidente que se vuelve poema (no se dice deviene), un clásico del castellano antiguo.

Conclusión, nuestro argot o jerga, cumple una tarea social: comunica. Pero escribir es otra cosa. Lo hacemos para una vasta comunidad lingüística. Igual que en matemáticas, artes y pintura, corregir es necesario ante las reglas estrictas de la gramática. Cuidado con esa tendencia al facilismo. Por lo demás, ya es tiempo que vuelva para los escolares peruanos la gramática desaparecida por el capricho de unos cuantos. Hace 30 años. Me dicen que solo un 3% consigue entender hoy un texto escrito. Después de eso, ¿reclaman tener congresistas cultivados?! La solución es simple, falta un Senado.

Hugo Neira
17 de mayo del 2020

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