Aldo Llanos

La religión y el acceso a Dios en el incanato (II)

El alma en el Imperio incaico

La religión y el acceso a Dios en el incanato (II)
Aldo Llanos
09 de septiembre del 2022

 

Es conocido el cuidado que tenía la nobleza cuzqueña o ayllus por preservar el cuerpo momificado de su miembro fundador, lo que confería un cierto poder a sus ancestros, que se supone que están muertos. Tal como lo propone Hernandez (2015), esta nobleza estaba constituida por dos grupos: “una nobleza principal, llamada Capac Aillu y una nobleza secundaria llamada Hatun Aillu” (p.92). Los primeros, eran los descendientes de los incas con mujeres nobles, que constituían en sí las panacas, y los segundos, eran los descendientes de los incas en mujeres que no provenían de la nobleza, sino, de las élites locales (p.92).  

Hernández en sus principales obras al respecto(*), argumenta que esta veneración no respondería a una visión trascendente de la realidad, sino más bien, a una práctica discursiva para organizar y legitimar el orden social establecido. Este autor afirma que la noción de alma es más bien una “inoculación” conceptual en el pensamiento del hombre del incanato por medio del proceso de evangelización que modeló una nueva concepción de persona: 

La instalación de la conciencia española y cristiana en los Andes fue un proceso exitoso, pues por ejemplo, como resultado final, los pobladores andinos contemporáneos se reconocen poseedores de un alma y, aunque hayan desarrollado una doble conciencia que ha hecho que en medios académicos se hable de un sincretismo religioso, el alma de la que hablaban Aristóteles y Santo Tomás es hoy una realidad en los Andes. Investigaciones sobre la noción de alma entre poblaciones amerindias contemporáneas muestran claramente que la noción de persona entre los amerindios contemporáneos difiere mucho de la respectiva concepción cristiana; por lo que, como hemos dicho, aparentemente la creencia en el alma habría sido también producto de la evangelización americana iniciada en el siglo XVI. (Hernández, 2015, p.126). 

Ante las distintas concepciones acerca de lo espiritual, el siguiente paso dado por los evangelizadores fue el de realizar concordancias entre la teología católica y la religión mítica de los incas. Tal es el caso del Supay, que los evangelizadores terminaron por identificar con el diablo aunque originalmente hacía referencia a la “sombra” de los muertos que se convertían en ancestros.  

El concepto de “sombra”, a diferencia del alma, es compartido tanto por los seres humanos como por animales y cosas y es precisamente la “sombra” la que, tras la muerte, conserva intactas las características fisionómicas y las calidades de la persona, como bondad o maldad, además, mientras después de la muerte el alma va al cielo o al infierno, la sombra queda en los lugares en que vivió y fue sepultada la persona. (Hernández, 2015, p.130). 

Aún más, para Gerald Taylor(**), a la luz de fuentes coloniales identifica tres características del alma una vez iniciada la tarea de concordismo:  

El kámak, una suerte de fuerza vital que animaba a personas y toda clase de seres; el sonqo o núcleo material del cuerpo que recibe la fuerza; y el camay, el soplo o aliento, la emanación de esa fuerza –a veces visible- que sale del cuerpo por la boca, pero también el soplo recibido o el espíritu que anima. (Hernández, 2015, p.130). 

En virtud de lo expuesto, queda en evidencia que para el poblador del incanato, la vida después de la muerte sigue estando unida al cuerpo y su mantenimiento, tal y como hasta hoy se observa en rituales funerarios andinos contemporáneos en los que siempre se dejan alimentos en las tumbas de los fallecidos.  

La tesis de Hernández es que la “humanidad” del poblador incaico, entendida dentro de su contexto mítico-religioso-organizacional, estaba muy ligada al cuerpo y sus características, es decir, a su Modo de ser, por lo que debía cuidarse aun estando muerto ya que era depositario de poder. Tal vez así se entienda porque Atahualpa acepta convertirse al cristianismo y se bautiza, buscando evitar la destrucción de su cuerpo. Por ejemplo, y según cronistas de la época como Betanzos, refieren que el general Rumiñahui buscaba que nadie trasladase el cuerpo de Atahualpa ya que cualquier arribista podría robarlo y tener el poder que el último Inca detentaba.  

Conceptos humanistas que se originan en el seno del cristianismo como el de “dignidad”, carecen de relevancia en el mundo incaico debido a que la vida en el otro mundo, el mundo del Ukju Pacha, está relacionado con el estatus social y el poder que detentaba el fallecido en el Kay Pacha. Por eso, y de acuerdo a la visión antropológica incaica, las exequias de un Inca iban precedidas por la muerte colectiva y sacrificial de sus allegados y servidumbre, ya que estos, debían servir a su señor aun en la “otra vida”. 

Esta tradición de conservar el cuerpo del antecesor fallecido, se mantuvo durante la colonia tal como lo recoge Hernández de las crónicas de Juan Polo de Ondegardo del Cuzco de 1570. En estas dice:  

no cesa entre los Indios el tener gran veneración a los cuerpos de sus antepasados, y procurales comida y beuida, y vestidos, y hazerles diuersos sacrificios” (Polo, 2016, III, p.9-10, citado en Hernández, 2015).

y que era: 

...cosa común entre Indios desenterrar secretamente los defuntos de las Iglesias, o cimenterios, para enterrarlos en las Huacas, o cerros, o pampas, o en sepulturas antiguas, o en su casa, en la del mesmo defunto, para dalles de comer y beuer en sus tiempos. Y entonces beuen ellos, y baylan y cantan juntando sus deudos y allegados (Polo, 2016, III, p.194, citado en Hernández, 2015). 

A su vez, el cronista Cristóbal de Molina menciona que:

…las personas que tenían a cargo los cuerpos embalsamados nunca sesavan xamás, ningún día de quemar las comidas y derramar la chicha que para ello tenían, según y como lo usavan quando estaban vivos; y las comidas que ellos comían quando estaban vivo aquéllos les quemaban, porque tenían entendido, y por muy averiguado la inmortalidad del ánima, y decían que adondequiera que el ánima estaba, recevía aquello y lo comía como si estuviese vivo… (Molina, 1988, p.98, citado en Hernández, 2015) 

Esta situación es repetida aun en la actualidad durante el primero de noviembre, “día de los muertos”, en cementerios populares como el de Villa María del Triunfo o Comas, en donde los familiares y conocidos llegan para cantar, bailar y dejarles comidas y bebidas a sus difuntos. 

Ante toda esta evidencia, me inclino a pensar junto a Hernández, que sí existía un culto a los difuntos como un modo de “establecer una alianza con los ancestros, de manera que se garantice la estabilidad del grupo y se evite asimismo la venganza de los muertos” (Hernández, 2015, p.139). Pero a pesar de que este autor le da una interpretación sociológica a la dimensión religiosa incaica, esto no tiene por qué negar la posibilidad de que, bajo estas tradiciones, el hombre del incanato pudo haber vislumbrado la trascendencia en la realidad, que le llevó a asentir fuertemente el Credo de la Iglesia Católica pasados los años. Al fin y al cabo, los pobladores del incanato fueron personas y por ende estaban abiertos a la trascendencia y al conocimiento de realidades como el alma o Dios. 

Según la propuesta antropológica de Leonardo Polo, “el alma es vida del cuerpo, porque es acto respecto de aquél” (Sellés, 1998, p.282) y esto, en continuación con la tradición aristotélico-tomista, que decanta en la distinción real entre acto y potencia que se da en el alma humana misma. De este modo, en el alma humana, independientemente del cuerpo (parte del Modo de Ser), hay una composición entre potencia y acto de ser, siendo el primero el alma “a secas”, sede de la inteligencia y la voluntad (ambos, parte del Modo de ser); y el segundo, la persona (el Quién soy), capaz de conocer Quién es Dios. 

Según esto, cuando los Incas se “comunicaban” sensiblemente con sus divinidades a través de oráculos -o santuarios controlados por la casta sacerdotal-, también llamados huacas, recaían en un error, pero a su vez, al poseer la huaca un ídolo de la divinidad que en sí misma se encontraba fuera del Kay Pacha, inmediatamente se percibe, un indicio de reconocimiento de cierta vida más allá del orden natural. Asimismo, la importancia de esta intuición queda en evidencia debido a la enorme difusión de huacas por todo el Tahuantinsuyo, así como su relevancia al tener alcances sociales y políticos. (Curatola, 2016, p.259)

 

* “La élite incaica y la articulación del Tahuantinsuyo” (2010) y “Los Incas y el poder de sus ancestros” (2015) 

 

** Citado en más de una oportunidad por F. Hernández en “Los Incas y el poder de sus ancestros” (2015) 

 

Aldo Llanos
09 de septiembre del 2022

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