Ángel Delgado Silva

La escalada de odio culmina en tragedia

Se arrasa instituciones y reglas democráticas

La escalada de odio culmina en tragedia
Ángel Delgado Silva
02 de mayo del 2019

 

Para Hannah Arendt la irrupción de lo inesperado —el totalitarismo durante entreguerras— producía una brecha radical entre el pasado y futuro. El flujo lineal del acontecer saltaba en añicos y, conjuntamente, su inteligibilidad racional, como sus normas de referencia. Sin tradición, el pasado pierde su capacidad explicativa. También aquella regulación ética y jurídica de las conductas sociales, con legitimidad. En el vacío se instala un tiempo de dudas e incertidumbres.

Trampas en la democracia

En el Perú, hasta la mañana del 17 de abril, muy pocos —en verdad, casi nadie— creían que un gobierno formalmente democrático persiguiese a sus rivales, con mecanismos jurisdiccionales. Tampoco que plebiscitariamente impusiera su hegemonía, arrasando instituciones y reglas democráticas. Descartaban que dichos planes implicaran a los servicios de inteligencia, (seguimiento, chuponeo, etc.). Igualmente que la prensa nacional se tornara tan dócilmente oficialista.

Después de la tragedia, este panorama empieza a resquebrajarse. Desde la academia y el foro se multiplican las críticas por el abuso inconstitucional de las detenciones provisionales y preventivas. El presidente del Tribunal Constitucional y el Defensor del Pueblo abandonan su silencio y se suman al creciente rechazo. Incluso un trémulo Vizcarra sugiere la revisión de esta mala práctica.

En el nuevo escenario ya no será posible amenazar al Congreso ni cerrarlo, por los proyectos Tuesta. No hay fuelle para repetir el chantaje del pasado septiembre. Igualmente ya no cabe disimular el rol de la nueva policía política Diviac, émula de la Gestapo y la Checa. Y, oportunistamente, la gran prensa gira, se acomoda y toma distancia del gobierno.

Lo expuesto podría ser una alucinación, según algunos. No lo es. Sucede que desde el alba del siglo XXI predomina una visión ingenua de la democracia. Creíamos que la ininterrumpida sucesión gubernamental bastaba para acreditar la naturaleza democrática del régimen. Reducimos la democracia a aspectos aislados: elecciones, alternancia en el poder, sujeción constitucional de las FF.AA., libertad de expresión y, coronando, un discurso pletórico sobre los derechos humanos.

Olvidamos que todo sistema democrático se sostiene en los ciudadanos. Que la sociedad peruana está enferma porque adolece de ciudadanía. Por eso echó raíces el autoritarismo finisecular. En efecto, el golpe de abril de 1992 inauguró una época no solo signada por la corrupción y la arbitrariedad. Más bien, ambas fueron los deletéreos resultados de procesos políticos más complejos, vastos y profundos.

Pasado denso y oprobioso

Primero, el fujimorato descansaba sobre una polarización aguda, alimentada por el odio nacido de la desconfianza y la frustración. Segundo, la dominación política dependía del SIN y sus psicosociales, no del uso de la fuerza. Tercero, secuestraron los organismos jurisdiccionales secuestrados (Nélida Colán controlaba la Fiscalía y Rodríguez Medrano el Poder Judicial). Cuarto, los medios de comunicación fueron puestos al servicio del poder .

Ilusamente supusimos que eran rasgos de las dictaduras. Superados en democracia. Grave error. Relajados, no percibimos las alertas cuando estas lacras emergieron nuevamente.

No advertimos que la polarización sociopolítica seguía organizando a la población; ni que los aparatos de inteligencia, ahora informales y desconcentrados, se recomponían aceleradamente. Tampoco que los medios adquirieron adicción al presupuesto público y, por ende, una vocación servil al mandamás de turno. Menos caímos en cuenta de las tendencias, movidas y realineamientos en el Ministerio Público y Poder Judicial.

Ciertamente estas prácticas nefastas se implantaron en la democracia política, para beneficio de otros actores. Con el devenir crecieron y adoptaron caracteres inéditos. Tuvieron lozana eficacia para dañar a escalas insospechables. Metamorfosis que testimoniaba la vitalidad de ese oscuro pasado colectivo.

Lo de Alán García ha sido el colofón de este cúmulo de tensiones, que desgarraban la sociedad y corroían la democracia. ¡Un drama sí, pero una oportunidad también!. El shock rompe el letargo, oxigena las conciencias e ilumina como el relámpago la noche. Entonces la trama se revela, descubriendo su perverso y letal contenido político.

Nuevo comienzo

Ya no será dable aceptar aquella fábula por la cual el expresidente fue “un perseguido por la justicia y el suicido su fuga correspondiente”, repetida por una prensa vil y las gavillas del odio. Estas injurias se desvanecerán de prisa. No resisten los análisis ni se compadecen con la realidad. Se hace evidente la cacería política, arropada con formas y procedimientos jurisdiccionales, en medio de una jungla de pasiones, satanización y vilipendio sistemático.

Recordemos su origen: la Megacomisión instigada por Humala para investigar al segundo gobierno de García. Como se lee: el período gubernamental en su integridad. Poco importó preterir la praxis republicana que circunscribe la investigación parlamentaria a hechos específicos. A pesar de que violaba la regla inquisitiva que exige un ámbito preciso de imputación, donde centre su defensa el encausado.

Ilegitima sí, pero además políticamente inoportuna. El 2006 Alan García pidió perdón por los graves yerros de su primer gobierno. Y fue exculpado por la voluntad popular, mediante el triunfo en las urnas. Cinco años después, el 2011, un extendido consenso reconocía que su segunda experiencia gubernamental había sido claramente positiva.

¿Qué sentido tuvo la Megacomisión entonces? Ninguno. Después de varios años no detectó desbalance patrimonial alguno. En cambio, fue el infame cadalso para la masacre moral, la trituradora de honras personales, la fragua que vomitaba el fuego de la abominación en gruesos sectores ciudadanos. En las elecciones del 2016 este encono inducido, esta rabia sembrada, sepultaron las pretensiones políticas de García, como él mismo reconociera. Sin embargo, no cesó la mórbida obsesión persecutoria. Y Lava Jato devino en el nuevo altar inquisitivo. ¡A cualquier costo!. ¡De cualquier manera!.

Ninguna delación brasileña incrimina a Alan García, pero la consigna artera era culparlo. Paralelamente a las prisiones provisionales y preventivas excesivas, deformaron los tipos delictivos del lavado de activos y organización criminal, caricaturizándolos. El garantismo se baja del proceso penal mientras la maniobra política se disfraza con una seudolegalidad. ¡Patético! Una justicia extraviada, sin contenido ético ni licitud normativa, destinada a destruir a los odiosos adversarios.

La muerte del líder político conmociona. Mas, por encima de todo, su impacto disipa la niebla que ha ocultado dicha actuación abyecta, inconstitucional y contraria a los derechos humanos. Esta maquinaria infernal no puede subsistir en una democracia en serio. Como sus crueles operadores, encumbrados o pajes, no deben escapar de la justicia.

Siendo así, rendiremos justiciero homenaje al caído. Pero, sobre todo, podríamos mitigar el enfrentamiento brutal que asola a los peruanos. Erradicar la fuente de violencia política eterna. Alejarnos de la exacerbación inimaginable que el deceso del líder aprista pudiera acarrear.

Entonces su sacrificio no habría sido en vano.

 

Ángel Delgado Silva
02 de mayo del 2019

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