Miguel Rodriguez Sosa

Fujimori: ¿legado o heredad?

El fujimorismo es un sentimiento multánime y no se agota en una organización

Fujimori: ¿legado o heredad?
Miguel Rodriguez Sosa
23 de septiembre del 2024


Alberto Fujimori deja a su paso por la vida y la historia una huella honda e imborrable, y cabe pensar que sin él, el Perú tal vez no existiría hoy.

Creo que esa huella histórica ha sido bien establecida como el producto vasto y plural de la resolución suya para haber liquidado en gran parte el proteccionismo estatal “socializante” en empresas que medraban de los erarios públicos premiando su ineficiencia. La misma resolución con la que consiguió sanear las finanzas del Perú con escaso endeudamiento externo, reponer el estado positivo de la caja fiscal, recomprar parte de la enorme deuda externa a precio de ganga, promover la recuperación del aparato productivo, liberar la economía nacional de sus ataduras estatistas, reinsertar al Perú en el sistema económico internacional extrayéndolo de su condición de paria; asentar las bases para restablecer la confianza de la inversión extranjera. Y eso en paralelo a liquidar la hiperinflación de precios internos, a superar el deterioro ruinoso de las economías domésticas; encausar el país en el rumbo del crecimiento de su producción, dinamizar los mercados ampliados en el ámbito interno y mejorar significativamente la calidad de vida de la población nacional con el recurso de asistencia eficaz para los sectores sociales menos favorecidos; prescribir la independencia de la administración de la política monetaria a través del Banco Central de Reserva, amparar el fortalecimiento de la moneda nacional; proteger y fortalecer los derechos sobre la propiedad; abrir los mercados exteriores a la producción nacional. Eso en el campo económico fomentando la mejoría de la calidad de vida de los peruanos antes agobiados por el desastre inflacionario y el desmanejo de los subsidios.

En el frente de la política exterior Fujimori solucionó la pesada hipoteca de más de medio siglo que pesaba como diferendo fronterizo con el vecino país de Ecuador, e incorporó al Perú en el Foro de Cooperación Económica de Asia Pacífico (APEC) junto a la veintena de economías más dinámicas de ese tiempo.

En el frente político Fujimori derrotó a la subversión comunista que llevaba al Perú al colapso de su Estado, con una nueva estrategia contrasubversiva sustentada en los pilares de cooperación entre las fuerzas del orden y organizaciones sociales como los comités de autodefensa, con la imposición del máximo rigor penal en la represión del terrorismo subversivo y el establecimiento de los “jueces sin rostro” que anuló su amenaza contra la administración de justicia, con la creación de la ley de arrepentimiento que desarticuló a las organizaciones subversivas y en definitiva mediante un proceso de pacificación que se impuso sobre las maniobras de restablecimiento con añagazas de “acuerdos de paz”, aplastando asimismo la extorsión terrorista de secuestradores que tomaron rehenes en la residencia diplomática de Japón; y también prescribió una legislación que fue eficaz frente a amenazas de la criminalidad común organizada. Punto y aparte es la Constitución Política de 1993, asiento y marco jurídico de la recuperación y crecimiento del Perú de nuestros días, cuya vigencia de tres decenios la hace la segunda más longeva de la república y la más virtuosa.

En el terreno de la obra social Fujimori ordenó y su gobierno ejecutó de inmediato la edificación de miles de instalaciones de servicios educativos y de atención de la salud, infraestructura vial y de servicios anheladas por decenios, amplió la red nacional de comunicaciones y acceso a la información, promovió el desarrollo comunal y la entrega a campesinos de herramientas -instrumentos y normas de propiedad y gestión- para el desarrollo agropecuario y forestal. Además, creó el Fondo Nacional de Compensación y Desarrollo Social (FONCODES) en 1991, para la lucha contra la pobreza, reconoció los derechos de los pueblos originarios con la suscripción del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) aprobada por las Naciones Unidas, y creó el Ministerio de la Mujer y del Desarrollo Humano (luego denominado Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables) en 1996.

Irrigaciones, manejo de cuencas y de recursos hídricos, forestación, mejoramiento de tierras agrícolas y de pastoreo potenciando el Programa Nacional de Manejo de Cuencas Hidrográficas y Conservación de Suelos (PRONAMACHCS) creado en 1981; construcción de centrales hidroeléctricas, construcción y mejoramiento de aeródromos y aeropuertos, son otras realizaciones durante la gestión presidencial de Fujimori; y hay que añadir su diligente y eficaz atención de las emergencias ante desastres naturales como el fenómeno de El Niño. Sigue un largo etcétera.

Fue la suya sin embargo una obra inconclusa en varios aspectos, básicamente por la que faltó concretar ante circunstancias que escapaban al control de su gestión presidencial, al tener que afrontar crisis económicas externas que impactaron negativamente en el Perú en el segundo quinquenio de 1990 y porque –hay que mencionarlo con claridad– el gobierno perdió impulso reformador desde fines de 1996 y, contrariando la tendencia con la que inició los cambios profundos operados, perdió rumbo en el erizado terreno institucional, sin conseguir superar la infranqueable barrera del pragmatismo que lo había nutrido con un éxito que decaía.

En resumidas cuentas, Fujimori no pudo o no quiso advertir que navegar al timón del Estado confiado en sus competentes equipos de gestión, pero sin el soporte ni las riendas del control político a cargo de un sistema de partidos, era una situación que alentaba liberalidades autoritarias y el empoderamiento de grupos de interés en el gobierno. Renuente como era él a la partidocracia no valoró las virtudes de una institucionalidad democrática competitiva, ni los límites que pudiera imponer la representación parlamentaria plural y, finalmente, desoyó las razones de la alternancia en la sucesión del gobierno; decursó así hacia el declive de sus energías iniciales sin trascender su pragmatismo exitoso edificando con su acción una visión de país para afrontar las realidades del nuevo milenio que se avecinaba. En este tiempo, con el acompañamiento de su sumisa mayoría parlamentaria y de operadores políticos con agendas propias fracturó la separación de los poderes del Estado, se cegó al resultante deterioro de la institucionalidad y protegió desafueros y trasgresiones que perjudicaron su gestión.

No obstante, el balance de luces y sombras de su gobierno debe ponderar el saldo positivo a su favor. Hay un Perú forjado por Fujimori que es distinto del precedente y también mejor en muchos aspectos, aunque no en otros.

Algunos de estos son significativos, como el crecimiento enorme de la informalidad, la cultura viciosa del emprendimiento elusivo de la normatividad y el populismo resultante, la precariedad de las instituciones y –como cereza coronando un postre– el estallido del sistema de partidos políticos que debería estar a la base de un auténtico Estado de Derecho,  iniciado por Fujimori con su reconocido anti-partidismo y que abrió las puertas a la avalancha de grupos de negociantes de la política prebendaria y clientelista que desde el 2000 han aparecido con etiqueta de partido arrasando progresivamente con la representación parlamentaria y candidaturas por doquier.

Todo eso aparece en el tiempo presente como la pintura entre descascarada y desleída de un paisaje quebrado y yermo de sindicatos y medios de comunicación corrompidos, “movimientos sociales” oportunistas y aventureros con sustrato de economías criminales, activismos asalariados y la podrida red de oenegés con su activismo político y su captura rapaz de entidades estatales disfrazado como defensa de derechos sociales y promoción del desarrollo.

Así las cosas, tras la muerte de Alberto Fujimori, reflexionar sobre sus logros incuestionables y sus fracasos y errores autoriza plantearse la cuestión de si ha dejado un legado o una heredad. Con referencia a su trayectoria política -sus decisiones y acciones, sus ideas, su obra- la cuestión no es baladí y no será exagerado ni inútil examinarla.

Legado, del latín legāre, designa la forma verbal transitiva que en su tercera acepción (dice la RAE) significa el resultado de la acción de transmitir ideas, artes, etc. Con este significado el legado es una donación, efectuada por un donante específico, singular, a un legatario inespecífico, general, innominado. Como en el sentido de la expresión de la filosofía de Aristóteles legada a la cultura occidental; el don de un bien inmaterial e inmarcesible a una comunidad futura sin distinción entre sus integrantes.

Heredad, del latín jure heredĭtas, -ātis, designa la acción de heredar, es decir, refiere la transferencia de un bien material o inmaterial a uno o más beneficiarios singulares e identificables, con el sentido de la transmisión por herencia en los campos antropológico y jurídico del parentesco y su pauta sucesoria. La heredad distingue a los herederos del donante tanto en el derecho natural como en la filosofía política y en este caso con atención a la recurrente expresión “los herederos de Marx” designando a quienes se les reconoce (o se reconocen) como legatarios del derecho a una herencia intelectual.

Tengo por cierto que la trayectoria de Alberto Fujimori configura más bien un legado que una heredad, en el sentido que es indistinguible en la colectividad social (cuando menos de los peruanos) algún sujeto individual depositario de la donación de esas decisiones, acciones, ideas y obras que han conformado la trayectoria política del fallecido mandatario y estadista. Hay quienes han mencionado a “los herederos de Fujimori” personalizándolos y hasta se ha publicado con ese título un libro plagado de encono. Allá el autor con sus pasiones que no merece remembranza mayor que la del infructuoso amarillarse de sus páginas.

La cuestión no puede ni debe centrarse en la noción de herencia sino en la de donación, del latín donatio, esto es, la entrega del potencial de esa trayectoria política a una colectividad que es y debe ser, precisamente, una comunidad política: la de los ciudadanos.

Una heredad puede ser usufructuada por los legatarios y en algún momento agotará sus activos. Pero un legado puede ser muy duradero y tal vez inagotable si florece y fructifica. El legado de Alberto Fujimori consiste en las decisiones, acciones, ideas y obras que han conformado su trayectoria política vista en la perspectiva del futuro desde el pasado.

Cualquier gestión de su legado deberá manifestar con claridad la resolución de efectuar las reformas y actos políticos que enrumben al Perú por la senda de seguridad, libertad y crecimiento económico para el desarrollo. En cuanto a la seguridad, afrontando con rigor la crítica amenaza de la criminalidad organizada, armada y violenta, como en el decenio del noventa hiciera Fujimori ante la agresión subversiva y terrorista, unificando la acción estatal en una sola estrategia, que ahora hace imprescindible eliminar las bullentes economías criminales y fortalecer la seguridad y el desarrollo en las fronteras nacionales. Respecto de la libertad económica, promoviendo el abandono premial de la elusión tributaria y la formalización empresarial, así como estimulando el potencial del capital para generar empleo digno. En lo concerniente al ámbito político, impulsando la forja de un nuevo esquema de representación política plural y competitiva en la que tengan lugar las figuras corporativas de los sectores productivos emergentes como nuevas formas de expresión de la comunidad política, con sólido respeto de los derechos de propiedad y oportunidades de progreso.

Visto así, ese legado anuncia una plataforma política con la cual será posible que el Estado reasuma sus funciones gobernantes para el bienestar general, y la democracia podrá alborear una etapa nueva, de resurgimiento con base en una ciudadanía activa, consciente y responsable. Implica el desafío de llevar el legado de Alberto Fujimori a un momento en el que se produzca la disolución de las polarizaciones ideológicas en esa matriz caduca de derechas contra izquierdas y de instituciones anquilosadas enfrentadas a populismos disolventes.

Hay que tener en cuenta que el fujimorismo es el reflejo social del legado de Alberto Fujimori, pero no puede ni debe ser una mención de la memoria sino una apuesta para y por el futuro, que trascienda en el imaginario social la división entre conservadurismo y progresismo liberal bien entendidos. Cierto es que, como ha sido dicho en días recientes “el fujimorismo ahora no viaja en mototaxi”, aludiendo a la incorporación de Fuerza Popular en el sistema de partidos y se ha planteado también que el deceso de su animador le puede restar apoyo popular, sobre todo si su legado es confundido con patrimonio de herederos.

Fuerza Popular es una vía por donde transita el fujimorismo, que es sentimiento multánime y no se agota en una organización. Fuerza Popular requiere del fujimorismo como el pez del agua y su desafío radica en entender que debe llevar ese legado a ubicarlo como cimiento de una visión de país con un mensaje de competitividad democrática sustentada en una plataforma de acción con una filosofía política clara y distintiva que consiga, como en 1990, captar en su discurso los anhelos de la mayoría social. Recuperar el liderazgo identitario que caracterizó a Fujimori es la tarea.

Miguel Rodriguez Sosa
23 de septiembre del 2024

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