Falsa democracia

Si bien la democracia es una forma de gobierno imperfecta, probablemente sea la mejor que hemos concebido en las sociedades occidentales. Por ello basamos nuestras constituciones en la mayoría de sus principios, teniendo como premisa el respeto de la libertad individual, y que el fin del Estado es el desarrollo de la persona y su sociedad en conjunto. 

Sin embargo, y aun cuando el desarrollo de la persona es el fin del Estado –y consecuentemente de la democracia–, es esta la que se utiliza para petardear su institucionalidad y funcionamiento. En efecto, el sistema democrático (y probablemente la mayoría de sistemas) está diseñado para que las personas que actúan en él se comporten dentro del marco de la buena fe y respeto a la integridad de los demás, pero lo que viene sucediendo es todo lo contrario.

Actualmente podemos ver que existen varias minorías autoritarias que, abusando de los principios democráticos, se vienen imponiendo al amparo del discurso de la discriminación o la eficiencia. Un discurso que es aprovechado para coartar, reducir e incluso humillar la integridad de los grupos claramente reconocidos como mayoritarios.

Con esto no negamos a los actores que proceden indebidamente de manera discriminatoria o abusiva, pero tampoco es que el principio de respeto por el que se refuerzan algunas sanciones en contra de los opresores de minorías o grupos más débiles pueda ser aprovechado abusivamente para oprimir, de manera general, a quienes actúan con respeto y neutralidad con los grupos protegidos por la ley.

Quizá, lo peor de todo sea la intolerancia a la apertura del debate; o peor aún, la imposición forzada de las ideologías por encima de los estamentos claramente probados y aceptados por la mayoría, en mérito a la biología, física o el conocimiento científico, a través de un discurso que se repite sin reflexión como un disco rayado.

Si Aristóteles identificó al hombre como un “animal político” –es decir, como ente que por su carácter sociable es partícipe activa o pasivamente del devenir de la sociedad–, lo último que se deben permitir las sociedades es que el manejo del sistema democrático, caiga en manos de secuestradores de derechos.

Lo más peligroso de todo, es que los secuestradores siempre se presentan como grandes demócratas, defensores de la igualdad o promotores de la defensa de las minorías; sin embargo -no se si consciente o inconscientemente-, estos falsos mesías, son en realidad pseudo tiranos que solo buscan perpetuarse en el poder y aprovecharse del Estado hasta agotar sus recursos.

Si bien aquí en Perú, los falsos demócratas vienen haciendo una labor poco eficiente; siempre son capaces de organizarse para distorsionar los resultados en favor de sus élites; o peor aún son capaces de aliarse con el diablo para no perder una cuota de poder. 

Un claro ejemplo del avance silencioso, es la famosa Junta Nacional de Justicia. De acuerdo con el Art. 138 de la Constitución, “La potestad de administrar justicia emana del pueblo y se ejerce por el Poder Judicial a través de sus órganos jerárquicos con arreglo a la Constitución y a las leyes” Para que ello ocurra, al menos una fracción representativa “del pueblo” debería intervenir en la designación de los jueces o del ente rector de esos nombramientos, como antes ocurría con el Consejo Nacional de la Magistratura. Sin embargo, gracias a las genialidades de Vizcarra y sus secuaces, ahora existe una “élite” (JNJ) designada por otra “élite” que hace dicho trabajo. ¿El pueblo y la Constitución? Fueron relegados democráticamente, gracias a unos esbirros disfrazados de demócratas.