Dante Bobadilla
El problema es el Estado
Urge reformarlo por completo y reducirlo

Aunque aún no termina la pandemia, ya podemos extraer varias lecciones de ella. En primer lugar, comprobamos que el Estado no es más que una ficción. Los servicios públicos esenciales –como la salud, la educación y la seguridad– no son más que una fantasía: muy deficientes o nulos en muchos lugares. El Estado es el escenario perfecto para toda clase de fechorías de corrupción, desde robos y nepotismo hasta gastos superfluos en pleno estado de emergencia. Súmese la ineficiencia y los sesgos ideológicos de funcionarios que prefieren atender causas ideológicas antes que las necesidades reales de la población.
Pero lo peor es que frente a esto no se plantea nada. Todo sigue como si acá no hubiera nada malo. El Gobierno dio un golpe de Estado para impedir la renovación del Tribunal Constitucional, y todo siguió igual. Estamos tan acostumbrados a que todo marche mal que ya nadie se incomoda por estas cosas. Solo hay un poco de indignación cuando ocurre una catástrofe y más nada. Nos hemos llenado de experimentos políticos fallidos que no se corrigen, y quedan arrumados como trastes que nadie quiere ver. Convivimos con ellos como si fueran taras de nacimiento.
¿Por qué no se corrige el mamarracho de la regionalización? O al menos que se anule y volvamos al estado anterior. La tan mentada descentralización no funciona y nadie plantea nada. Tenemos un Estado sobredimensionado, con demasiados ministerios y organismos públicos heredados de gobiernos demagogos, y que no aportan nada al desarrollo. Son solo burocracia dorada, agujeros por donde escapa el dinero público sin control. ¿Por qué nos cuesta tanto hablar de una reforma integral del Estado?
El principal problema del Perú es el Estado. Sin ninguna duda. No deberíamos emprender nada hasta acabar de reformarlo por completo y reducirlo. Sin embargo, siguen creando más entidades públicas para sumarlas a la ruma de proyectos y organismos fallidos creados en cada gobierno por populismo y demagogia, y dejados como lastre. El bicentenario es el momento propicio para podar el Estado y darle forma y eficiencia. Pero se requiere amplio consenso con un gran liderazgo sumamente lúcido, que no se vislumbra en el horizonte.
De la izquierda no cabe esperar nada. Por desgracia, en todo el espectro de la derecha tampoco se habla de esto. Más aun, la activa derecha confesional insiste en vivir en Narnia, peleando su propia cruzada en defensa de sus dogmas y causas abstrusas, con un discurso apocalíptico. Estamos entre el apocalipsis climático del ambientalismo de izquierdas que nos advierte de la destrucción del planeta por el capitalismo, y –por su lado– el discurso apocalíptico de la derecha confesional, que denuncia la inminente destrucción de la familia como parte de la agenda global del progresismo.
Ambos discursos sirven en cada caso para denunciar al oponente y vender su propia doctrina de salvación. Ninguno pone al individuo libre como el centro de su atención. Lo que se defiende es una doctrina que está por encima del individuo, y ambos apelan al Estado para imponerla. Pero no se puede defender a la familia y al mismo tiempo apelar al Estado para exigir políticas de intervención. Eso sería darle al Estado más poder del que ya tiene, lo cual sería nefasto. Basta con empoderar al individuo para que este defienda su propia familia y comunidad. No existe sujeto humano aislado. Todos nacemos en una familia y en una comunidad. El ser humano es un ser social por naturaleza, vive en comunidad y crea cultura, empezando por religión. No necesitamos la intervención del Estado. Basta empoderar al individuo y garantizar su libertad limitando al Estado y su burocracia iluminada.
Es una época en que abundan las causas con etiquetas cursis que encubren las verdaderas motivaciones. Causas que han desplazado al individuo e incluso a la libertad como objetivos. Tiempos de activismo sin debate, donde los memes reemplazan a los textos fundamentales y los influencers sustituyen a los pensadores. Y en medio de la polvareda que genera esta competencia de causas cursis y mensajes apocalípticos, la realidad se pierde de vista. Nunca debemos olvidar que la lucha política empieza pisando tierra y atendiendo a la realidad. De lo contrario, nos puede pasar lo mismo que le ocurre hoy a Chile.
COMENTARIOS