Cecilia Bákula
El precio de la desordenada modernización
Caos vehicular, sobrecosto en el transporte y tiempo perdido por todos

No hay duda de que nuestras ciudades crecen de manera vertiginosa y desordenada. Ello se ve no solo en zonas ya establecidas como residenciales en las que, por lo general, no se respetan los parámetros establecidos, sino también en el desborde que genera la necesidad de ubicación de vivienda de muchos inmigrantes y del crecimiento propio de las familias, cuyos miembros buscan independizarse y necesitan un lugar donde vivir.
Que hay un atraso de muchas décadas en infraestructura es evidente, y que hay un caos en los proyectos de urbanización, lo es también. Recientemente pude ver esta realidad en zonas como Valle Amauta –por mencionar algunas– Pro, Barracones y los conos sur y norte, en donde la población es la que sufre esa improvisación que hoy, hay que decirlo, trata de ser menguada de alguna manera por obras de servicio público como las que va implementando la Municipalidad de Lima. Tema aparte es el nuevo aeropuerto cuya obra reúne todos los calificativos asociados a la desidia, lentitud, menosprecio a la población, improvisación, caos, incumplimiento e irresponsabilidad por decir lo menos.
Pero las preguntas son: ¿hasta cuándo tendremos que ver como una realidad normal, el que se viva en esas condiciones? ¿Hasta cuándo seremos testigos de la informalidad que proviene tanto de los ciudadanos, como de las autoridades? ¿Hasta cuándo vamos a tolerar que la improvisación, el desorden y la corrupción dominen y se enseñoreen en nuestro medio? El Perú no es un país pobre ni son pocos los recursos, lo que tenemos es una grave crisis de valores pues si no faltan los recursos, es que hay exceso de improvisados, incapaces y ladrones.
Si las autoridades se pusieran en los zapatos del ciudadano y entendieran que la mala planificación, el excesivo (desmedido) tiempo que toma cada obra y las infinitas molestias que causa la demora y el caos, quizá se obligarían a proceder con mayor diligencia. Porque lo vivo casi a diario, veo como un ejemplo de lo que señalo, la obra del puente entre Miraflores y Barranco. Al margen de no saber si era, realmente, la obra que ambos distritos necesitan –quizá sí– debo recordar que para octubre o noviembre pasado, debería haber estado concluido y funcionando.
Hoy cinco meses después, el caos vehicular, el sobrecosto en el transporte, el tiempo adicional que toma el desplazarse por la zona, solo me llevan a pensar que hay, lo que señalo líneas arriba a lo que agregaría ineficiencia severa. He escuchado al alcalde mencionar fechas y fechas que tan solo ofrecen que en 90 o más días, se podrá ver la obra concluida, pero ¿Quién resarce al usuario por el caos generado? ¿Quién compensa el tiempo perdido? ¿Sería posible aplicar una ecuación de costo – beneficio – eficiencia – productividad y tiempo? Todos saldríamos ganadores.
Adicionalmente, parece increíble que todo un Estado sea tan incapaz de llevar a cabo medidas mínimas de seguridad, de ataque y control frontal y radical de la delincuencia y que, otra vez, haya sido establecido un estado de emergencia que, lamentablemente solo -pienso- lava la cara de las autoridades de turno, pero no garantiza una solución frontal del problema. Si eso es así, es que, al interior del propio sistema de gobierno, hay intereses que impiden las soluciones, así como que hay quienes se jactan o actúan en la sombra, propiciando el caos del que lamentablemente gustan beneficiarse.
Es necesario mantenernos vigilantes pues más allá de lo que significa “las molestias” por estas obras que, supuestamente deberían ser de servicio a la comunidad y de mejoras en vías de una modernización en equidad y con eficiencia, el país aborda un problema igual de grave y es lo que veo como la competencia entre los Poderes del estado por hacerse la vida imposible; pareciera un “todo contra todos”. Muchos de esos actores que se enardecen contra el Ejecutivo –que por cierto o no tiene lámpara que lo ilumine o le gusta andar muy en oscuro– se olvidan que ellos llevaron a la señora Boluarte al sillón de Palacio y que ella es, per se y en todo, secuencia y continuidad del justamente procesado Castillo.
En estos momentos vemos como los cuatro Poderes del Estado se enfrentan entre sí y a ello debemos agregar la intervención de la Junta Nacional de Justicia, ente joven en nuestro ordenamiento jurídico, pero que alza la voz como adulto con derechos y, entre esas instancias, la voz del Tribunal Constitucional abrumado por los temas grandes y los pequeños, parece ser desoído y sus sentencias cuestionadas o minimizadas.
Sin embargo, una luz de esperanza es que haya, en medio de este caos de ambición, desorden e incapacidad, algunas autoridades que brillan por sus méritos, como algunos pocos congresistas que asumen su desempeño con responsabilidad. Poco o nada puede decirse del equipo ministerial. Y otra luz que debería significar esperanza es la posibilidad de que los políticos actúan con astucia en el próximo y muy cercano proceso electoral y que los ciudadanos sepamos elegir, no al mal menor sino a aquella persona que por sus capacidades está en condiciones de ejercer el mando con autoridad, sabiduría, capacidad y honradez.
Quizá parezca difícil encontrar a quien encarne esas virtudes, pero me aferro a lo que señala san Pablo en su hermosa epístola a los Romanos: “la esperanza no defrauda” y se refiere sin duda a que debemos tender, por todos los medios no al bien menor, sino al bien total, aquel que implica la plena realización del hombre en sociedad, haciendo de la esperanza no una quimera, sino un ancla a la que uno se aferra porque es sólida, posible, real y segura.
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