Arturo Valverde
El ciclista
Caer y levantarse por sí mismo es la estoica filosofía del ciclista

Ese de callada silueta, perfil egipcio y envuelto en apretadas licras, que pedalea la vida a diario con los dos brazos al frente, montado en su nave de un solo asiento, es el imparable ciclista de la calle.
No contento con haber aprendido a gatear y caminar, al cabo de un tiempo, el ciclista aprende a pedalear, ofreciendo la sangre de sus rodillas a las asfaltadas pistas, y cayendo, de vez en cuando, entre espinosos arbustos de descuidados parques. Caer y levantarse por sí mismo es la estoica filosofía del ciclista.
Nadie nos recalca con tanta frecuencia la necesidad de mantener el equilibrio en la vida como el ciclista de avenida. Él un día fue también ciclista de los de ida y vuelta hasta la esquina, como decían las señoras preocupadas al ver resignadas como sus párvulos aprendían a girar las ruedas, porque la bicicleta nos enseña que la vida está más allá de darle vuelta a la esquina. Debemos comprender a las señoras; ellas saben que un niño con ruedas acaricia con su rostro el viento fresco de la libertad. ¿A dónde se fue José? ¡Mira la hora que es!
En las tardes, después de la escuela, intrépidos ciclistas iban de pie en los asientos de sus bicicletas para impresionar a las chiquillas de rodillas vírgenes, mirando boquiabiertas las arriesgadas piruetas de los granujientos ciclistas afanados en probar su osadía. ¡Mira, Rebeca! ¡Sin manos!
El maduro y experimentado ciclista, de kilométricos recorridos, trepa la montaña y hasta desciende por escarpados cerros sabe llegará el día del retiro. Sin embargo, en alguna parte de la ciudad, un pequeñín de pantaloncitos cortos agasajado con su primera bicicleta en Navidad, aprende a pedalear con rueditas a los costados para tomar la posta del ciclista retirado.
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