Hugo Neira

Alan: breve historia de encuentros y desencuentros

La amistad entre Alan García y Hugo Neira

Alan: breve historia de encuentros y desencuentros
Hugo Neira
21 de abril del 2019

 

Nace en 1949. Limeño e hijo de García Ronceros y Nytha Pérez, ambos apristas. El padre, secretario de organización en los lamentables años del dictador Odría, conoce la prisión por el solo hecho de ser militante. El partido organizaba campamentos juveniles en la orilla del Rímac, y una vez de niño, conoce al Jefe, «un vasco antiguo, blanco y con barba, una enorme cabeza, para mí, sinónimo de maciza inteligencia» (AG). Pese a todo, estudia secundaria en la Unidad Escolar José María Eguren. El amigo del que hablamos, hacía algo parecido, en el Melitón Carvajal. Lo educaban sus abuelas italo-arequipeñas en el bronco y plebeyo barrio de Lince. No se conocían, pero provenían de las mismas capas medias y populares.

¿Cómo se conocieron? El amigo algo mayor, con doce años de diferencia, y fue el azar, la pasión por el Perú y un amigo intermediario, lo que hace que se aproximen. Ocurre en octubre de 1982. Alan elegido Secretario General del PAP, luego diputado, publica un libro, El futuro diferente, la tarea del APRA. Leído por Carlos Franco, a la cabeza de Socialismo y Participación. Se le ocurre enviárselo al amigo que había estado en el equipo de Carlos Delgado, en el Sinamos de Velasco, y que en los ochenta, autoexiliado en Europa, iniciaba una carrera universitaria. Anteriormente, el amigo había dirigido un diario de los expropiados por el régimen militar, que sirvió de vocero de unas de las corrientes del velasquismo —hubo diversas corrientes—, de tono distinto a los marxistas procubanos de Expreso. El amigo había visto cómo las turbas, en el 5 de abril de 1975, saquearon el Centro Cívico y los diarios Ojo y Correo. Ese amigo salvó una de las dos impresoras y logró, posteriormente, seguir editando el diario y llamar a dos columnistas a que encarnaban el antivelasquismo: el humorista Sofocleto, y el revolucionario Ricardo Letts.

Pese a incendios y percances, ese amigo no había aprendido a odiar. Cuando recibe el libro de Alan enviado a París, sabe sorprenderse. Y escribe un corto ensayo, que publica en Lima Carlos Franco. Se titula «Las demoradas estrellas». Dice cosas como esta: «Alan García propone un enlace o vinculación entre la ideología aprista y las actuales ciencias sociales». Encontraba en el texto «una moderna y actualizada bibliografía». Discute, pues, las teorías de la dependencia. Alan insertaba en sus ideas, «la cultura mosaico de los peruanos, la creatividad cultural, los zorros de abajo». El amigo, hasta entonces desconocido, veía ese texto, más allá de la identidad partidaria, «la mano tendida hacia otros campos ideológicos, campos colaterales, no contrarios». Pero la izquierda, como siempre, no supo responder. Salvo Barrantes. Alan nunca olvidó ese corto texto y al amigo que desinteresadamente tomaba nota de ese cambio decisivo en la teoría sobre cómo sacar al Perú de la miseria, tanto material como intelectual.

Se conocieron personalmente en su primer Gobierno. Pero el amigo solo estuvo un año, y se va para concluir una tesis francesa, de esas enormes que ya no existen, tesis de Estado, que llevaba por lo menos siete años de investigaciones. El amigo regresa en el 2002, había logrado no solo ser doctor sino catedrático vitalicio. Una vez más Javier Tantaleán hace de intermediario y le lleva a Alan Hacia la tercera mitad, donde desde un ángulo crítico, ese primer Gobierno se aborda como «el agotamiento de un modelo». Era el descubrimiento de la anomia, de Sendero Luminoso, y del fin de un mito. A las élites financieras no les interesaba el desarrollo, y los famosos «doce apóstoles» habiendo crecido sus ingresos, invertían fuera del país, traicionando al joven presidente.

Y entonces, tras perder las elecciones, a su retorno, ante Toledo —dios del cielo, aquel invento de un falso cholo sagrado— tiene Alan unos años muy reflexivos. En el Instituto de Gobierno de la Universidad San Martín de Porres, llama a liberales y a izquierdistas: Enrique Bernales, Héctor Béjar, Nicolás Lynch y el liberal Zavala, que no son precisamente apristones. A ese elenco lo llama, despectivamente, una periodista cuyo nombre no quiero ni mencionar, «la escuelita de Alan». En esos años, Alan hace algo excepcional, busca una fórmula que alinee el progreso —ya no se habla de desarrollo— con el mercado y el Estado. Y eso fue su segundo Gobierno.

Ha sido necesaria su muerte para que los diarios publiquen las cifras reales y aplastantes. En su segundo Gobierno, del 2006 al 2011, «en promedio, el PBI creció durante los cinco años en 7,2%, el Gobierno dejó unas reservas internacionales netas por US$ 47,059 millones. Gracias a un apropiado manejo de la economía, dice el Banco Central». Y como se sabe, la pobreza se reduce. Es decir, varios millones de peruanos dejaron de ser pobres. Y el amigo se atreve a decir, ¿había que morirse para que se reconozca ese obvio progreso bajo su segunda presidencia?

A la imagen de Alan la hace pedazos la «megacomisión» de los días del poder de Nadine Heredia, sin probar nada. Bien ha hecho el hijo, Federico Danton, de cerrarle el paso al desubicado Ollanta que quería entrar al velorio. O sea, Pilatos acompañando a los apóstoles. El colmo.

Por cierto, ese amigo no es el único, son incontables. José Antonio García Belaunde, que lo acompañó en los ratos altos y bajos. Raúl Vargas, una amistad de por vida. Mario Vargas Llosa en el diario El País de Madrid, sin dejar de tener vergüenza por que los últimos cinco presidentes estén investigados, a Alan le reconoce «inteligencia, simpatía, orador fuera de lo común, y en nada rencoroso». Pero no todos razonan de esa manera. El suicidio, han querido explicarlo como un acto de desesperación (Exitosa). Qué falsedad. Hoy sabemos que hay un adiós en la carta a sus hijos y familia, y antes a sus alumnos en su última clase. Y las “memorias” que en silencio había estado preparando con su secretario Pinedo.

En resumen, hubo un proyecto de desacreditar por completo a Alan. Pero enfrentaron a un estratega. ¡Nunca pudieron ponerle las marrocas! Eso lo costó la vida, pero es una victoria por los siglos de los siglos. La preventiva puede ser para algunos casos, pero no la norma. Y lo de PPK es contrario a las leyes. Cierto, es difícil enfrentar la corrupción, pero es incoherente que para hacer justicia se vaya contra las leyes mismas. Y cuando no se puede probar un ilícito, como en todo sistema de justicia, pues no hay más remedio que admitir que no se tiene cómo acusar y menos encerrar. Así funcionan las sociedades civilizadas. Nadie está en favor de la impunidad, pero sancionar sin pruebas nos lleva del sartén al fuego. Eso ya es una cura peor que la enfermedad. Trabajen, fiscales, pero dentro de la razón razonante.

El Perú ha perdido a uno de los dirigentes con mayor experiencia de la América Latina. Vamos a echarlo de menos. Incluso los que lo detestaron en vida.

 

Hugo Neira
21 de abril del 2019

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