Jorge Valenzuela

La sabiduría y la ignorancia

La sabiduría y la ignorancia
Jorge Valenzuela
01 de octubre del 2014

A propósito de una anécdota vivida por Alexander Von Humboldt en el Perú

Cuando Alexander von Humboldt llegó al Perú por primera vez tenía 33 años. Su entrada se produjo el  2 de agosto de 1802, por  Ayabaca, luego de un largo viaje iniciado en La Coruña el 5 de junio de 1799 con rumbo a varios destinos de América. Su permanencia en ciudades norteñas como Huancabamba, Tomependa, Jaén, Micuipampa, Cajamarca y Trujillo ha quedado registrada en su Diario de viaje. Gracias es este documento sabemos también que llegó a Lima el 7 de octubre y que permaneció aquí hasta el 23 del mismo mes.

Humboldt llegó a nuestra capital con cartas de recomendación para el virrey, el Marqués de Avilés, para contar con las facilidades que sus investigaciones y exploraciones demandaban. En realidad, estaba muy entusiasmado con seguir registrando lo que sus ojos y su curiosidad le habían permitido observar en otras latitudes. Se sabe por el propio Humboldt que, a su turno, el Marqués le dio cartas de recomendación para las autoridades de diversas provincias del Perú que le restaba visitar y que en ellas remarcaba el hecho de que el portador era uno de los sabios más eminentes de Europa.

Humboldt cuenta en su diario que al llegar a cierto pueblo fue recibido y agasajado por un alcaide bastante impopular, quien, después de leer las cartas de recomendación, se ofreció con extrema disposición a servirle de guía en sus futuras excursiones en los alrededores del pueblo. Cuenta el joven Alexander (suponemos que en relación con este caso) que mucho de lo que había llegado a saber se lo debía al hábito de hacer preguntas, de modo que en sus breves jornadas de trabajo con el alcalde no cesó de hacerlas mientras se desplazaban por parajes de diverso tipo en los que proliferaba una flora y una fauna extraordinarias. Grande fue la sorpresa del sabio alemán, sin embargo, cuando advirtió, en un momento determinado, que el burgomaestre había sido ganado por el mal humor. Cuenta Humboldt que, en el peor momento de la situación, el pequeño hombre llegó a sostener un rostro congestionado y a cruzar los brazos en señal de disconformidad, hasta que no pudo quedarse callado y le dijo lo siguiente:

- Señor Humboldt -dijo el alcalde, con el tono de quien está decidido a no seguir soportando una situación adversa-, el virrey, el Marqués de Avilés, mencionaba en su carta de recomendación que usted era una eminencia, un sabio y que por ello le debíamos en nuestro pueblo todo el respeto que se puede tener a una persona, pero no comprendo cómo esto puede ser verdad si se pasa todo el tiempo haciendo preguntas.

Cuenta Humboldt que lo observó por un segundo con una mezcla de conmiseración y pena y, calibrando el malhumor enquistado en la cara del alcaide, comprendió, en un instante, la terrible naturaleza de la ignorancia como no lo había hecho antes en su vida. Dice el joven Alexander que dudó unos minutos si debía contestar o dejar que las cosas se quedaran allí, sobre todo porque era un visitante en un país extranjero y no quería tener problemas de ningún tipo, pero no pudo contenerse.

- Señor alcaide -le respondió al pequeño hombre, con toda la paciencia del mundo, pero de modo concluyente, como si se tratara de un niño al que hay que educar y aconsejar frente a una mala acción cometida-. Señor alcaide-repitió-, con su perdón, la única manera de saber algo es haciendo preguntas. Yo las hago todo el tiempo y no me ha ido mal en la vida. Y creo, honestamente, que si yo estuviera en su lugar, me haría unas cuantas, quizá de ese modo podría irle mejor en este pueblo.

Por Jorge Valenzuela

(1 Oct 2014)

Jorge Valenzuela
01 de octubre del 2014

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