Ángel Delgado Silva

Cuando no hay espacio para la razón

Imperan la diatriba y las reacciones emocionales, primitivas y hepáticas

Cuando no hay espacio para la razón
Ángel Delgado Silva
01 de marzo del 2018

 

La furibunda reacción contra un proyecto de ley ajeno a la agenda política nacional y no vinculado a lo que acapara las tribulaciones de la opinión, pone en evidencia que algo muy grave, anómalo y profundo está sucediendo en la esfera pública. No vamos a justificar la propuesta de formación laboral puesta en liza, que surgió inusitadamente, a modo de un “relámpago en cielo despejado”. Quizá contiene gruesos yerros técnicos y también colisiona con el orden jurídico de la nación.

Pero nada de eso resulta significativo. No fueron esos los motivos para su rechazo fulminante. En vez del debate racional y la confrontación lógica de puntos de vista e ideas, hemos asistido a la diatriba expresada en un cúmulo de reacciones emocionales, primitivas y hepáticas. Y, ciertamente, así no generamos los entendimientos necesarios para alcanzar aquellos consensos válidos que nos permitan avanzar como país.

El que un eslogan tremendista —“ley del esclavismo juvenil”— haya conseguido portadas periodísticas y se difundiera por cabinas de radio y sets de televisión, sin ningún reparo crítico, revela una increíble fragilidad en la conciencia de vastas capas de la población para procesar mensajes relevantes. Por eso, ante algo tan ostensiblemente irreal, miles de jóvenes ganaron las calles y se enfrentaron a la policía con suma indignación. Y resulta que el dislate ni siquiera fue ley ni lo será. Sus efímeros promotores anuncian ahora su inexorable destino: el archivo. Solo un estado de morbidez generalizado explica por qué se obnubila la comprensión y se tuerce la capacidad comunicativa al interior de la sociedad peruana.

Mucho tiene que ver la crispación extendida. Suma también la honda desconfianza poblacional ante el fracaso lamentable y sucesivo de los últimos gobiernos, pese a que emergieron de fuentes democráticas. La perfidia e incapacidad, la corrupción y la falta de representación sistemática y continua han terminado por devaluar la política que, despojada de valores y metas altruistas, deja de ser el escenario natural de los encuentros, ya sea para disentir o concertar. Qué duda cabe, la política ha involucionado y deviene en un lodazal hostil, de lucha sin cuartel ni final, pletórico de actos arteros y traiciones, y que gira en torno a lo subalterno y mezquino.

Desde las grandes movilizaciones para recuperar la democracia, en el periodo de entresiglos, la política peruana ha ido perdiendo épica. Abandona su naturaleza emancipadora y deja de ser el espacio de reconocimiento social desde donde se transforma la realidad, vinculándola a un horizonte de participación y justicia. Las casi dos décadas que nos aproximan al Bicentenario han sido pródigas en materia de crecimiento económico. ¡Ahí están los indicadores estadísticos para demostrarlo!

En cambio la política ha tenido un resultado decepcionante: no se han renovado los partidos políticos ni forjado nuevos imaginarios que movilicen multitudes. Menos se ha incrementado la participación popular en la cosa pública. Y la institucionalidad política fue diseñada por el documento de 1993, en tiempos de la autocracia. En suma, la democracia nacional ha renunciado a la calidad y, por lo mismo, se deteriora irremisiblemente día a día, en una caída sin fondo. Por ello ha perdido su atractivo para las grandes masas.

En consecuencia, no debería extrañar la manifiesta escasez de un turgente espíritu ciudadano. Ni que, por dicha carencia, estemos saturados de decisiones equívocas, hasta el cansancio. ¡Qué otra cosa son, si no, la reiterada tendencia al error cuando votamos por autoridades, la vocación a ser mílite de todos los “antis” posibles, la adhesión a las visiones moralizantes de la política desconociendo su carácter laico y, como no, el cinismo pragmático que nos lleva a aceptar y convivir con lo “menos malo”, desde hace demasiado tiempo!

Somos, sin duda, una sociedad que, por todas esas razones, ha enfermado. La crisis, la violencia, la corrupción y la incapacidad gubernamental son elementos recurrentes, en nuestra historia reciente. Y después de tanto persistir, terminan alojándose en nuestro inconsciente colectivo. Se convierten en rasgos distintivos de nuestro ser social.

Todo ello ha provocado un desquiciamiento que bloquea la capacidad de discernir y no ayuda a dar fluidez a las relaciones intersubjetivas. Tenemos dificultades para captar la realidad tal como es y preferimos las fabulaciones, lo intrincado en vez de lo evidente, y nos sentimos deslumbrados por la mitología y las explicaciones exóticas.

En este juego simbólico la razón acusa serios déficits para su ejercicio. Frente a ella asistimos a la hegemonía rotunda de lo emocional y toda la gama de intuiciones de esa estirpe. Por eso somos proclives a dar crédito excesivo a los rumores, al dato obtenido en las trastiendas; mientras más inverosímil sea el argumento, su fuerza seductora será mayor.

¡Qué no es así! ¡Qué estamos exagerando! A las pruebas me remito. ¿Vale desgañitarse explicando el proyecto de marras, cuando enfrenta al mote de “esclavista” que —en forma simple pero contundente— cree decirlo todo? ¿Cómo compite la razón en un auditorio cargado de emotividad exacerbada? ¿Será posible vencer lo irracional, a pesar de que se nutre de prejuicios históricos, temores ancestrales y toda clase de inquietudes que nos causan desasosiego permanente?


Lima, 26 de febrero de 2018

 

Ángel Delgado Silva
01 de marzo del 2018

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