En los últimos días los congresistas Guido Bellido y Rob...
El Perú es una economía de ingreso medio y en crecimiento con respecto al promedio de la región hispanoamericana. Sin embargo, las tasas de informalidad de la economía están sobre el 60%. Una cifra incomprensible considerando el tamaño de nuestra economía. Igualmente, en nuestra economía existe un 20% de empresas modernas, corporaciones y compañías de talla mundial, frente a casi un 80% de micro y pequeñas empresas. En el medio no hay medianas empresas, valga la redundancia. Otro dato revelador de la enorme informalidad de nuestra sociedad.
Entre las causas de la informalidad está el desarrollo de uno de los Estados burocráticos más opresivos de la región que, con sus ministerios, oficinas, aduanas y sobrerregulaciones, simplemente, han bloqueado la inversión privada y han lanzado a la informalidad a las unidades más pequeñas. Sin embargo, en donde la informalidad se vuelve superlativa es en el empleo y el mundo laboral. Según la OIT y otros organismos el 75% de los trabajadores en el país no está en la formalidad y no tiene sistemas de salud ni previsionales. Es decir, tres de cada cuatro trabajadores no tienen derechos.
Entre las causas de la informalidad laboral están la existencia del Estado burocrático y otras normatividades que afectan la productividad de las empresas, sin embargo, también está una especie de estabilidad laboral absoluta que se ha instalado en el país a pesar del régimen económico desregulador de la Constitución. En 2001 el Tribunal Constitucional estableció que el trabajador despedido podía optar por aceptar la indemnización establecida en ley o demandar la reposición en el puesto de trabajo. En otras palabras, el puesto de trabajo en el Perú no depende de la productividad ni la rentabilidad de las empresas en el mercado, sino de las disposiciones de la ley y del Estado.
Aunque parezca mentira el régimen laboral en el Perú en este aspecto es muy parecido al sistema laboral de la llamada “República Plurinacional de Bolivia”, que crearon Evo Morales y el Movimiento de Acción al Socialismo. En otras palabras, el régimen laboral en el Perú corresponde al modelo de sustitución de importaciones y al Estado empresario y Estado empleador de las sociedades latinoamericanas.
En el Perú entonces existe desregulación de mercados y precios, pero con una feroz sobrerregulación e intervención del Estado en los contratos de trabajo. ¿Alguien entonces tiene duda cuál es la causa principal de la informalidad laboral en el trabajo?
El gran problema es que mientras los economistas se focalizan en algunas reformas estructurales que necesita el Perú para relanzar su economía la reforma laboral se da por perdida, porque sería –se sostiene– atentar contra los sentidos comunes predominantes que comparten la sociedad y los políticos. Nadie se atreve a avanzar en ese sentido.
Muy por el contrario, cuando se establece una sobrerregulación o una barrera contra la formalización del empleo, el cambio se vuelve permanente. Por ejemplo, durante el gobierno de Pedro Castillo se aprobaron tres decretos supremos que establecen la prohibición de la tercerización laboral, que promueven la creación de sindicatos en fábricas, ramas y grupos empresariales y que establecen un claro libertinaje en el ejercicio del derecho a la huelga. Como todos sabemos, Pedro Castillo fue vacado por intentar un golpe de Estado, pero sus leyes laborales permanecen invictas y nadie se atreve a cambiarlas.
Algo parecido sucedió con la derogatoria por parte del progresismo de la Ley de Promoción Agraria (ley 27360), una de las mejores leyes económicas de la historia republicana. El Congreso solo se ha atrevido a restablecer el régimen tributario promocional, pero en cuanto a restablecer el sistema de flexibilidad laboral –que produjo el mayor movimiento formalizador del empleo de las últimas décadas–, como se dice, no se oye nada padre.
La sociedad peruana, los políticos y las élites, pues, están atrapados por el relato progresista que sostiene que “el Estado es el gran redistribuidor de la riqueza frente la voracidad explotadora del empresario”; que “el Estado es el guardián de los derechos de los trabajadores frente a la mentalidad de lucro permanente de la empresa”.
Los resultados de esta narrativa dominante están sobre la mesa: una informalidad laboral parecida a la de las sociedades más pobres de la tierra.
















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