Cuando el Perú deja de producir alrededor de dos millones de to...
En las montañas de Cajamarca se concentra uno de los tesoros geológicos más prometedores del Perú: el cinturón de cobre del norte. Este conjunto de yacimientos —entre los que destacan Michiquillay, Galeno, Conga y La Granja— podría desencadenar un proceso de desarrollo económico y social de gran escala, siempre que se logre activar una estrategia de clúster minero, articulando recursos, infraestructura y capital humano. La comparación inmediata es Antofagasta, en Chile, que pasó de ser un desierto árido a convertirse en el corazón de la producción de cobre mundial.
Cajamarca cuenta con una cartera de proyectos que supera los US$ 16,000 millones en inversiones comprometidas. Sin embargo, la mayoría permanece en espera desde hace más de una década. La paralización de Conga en 2011 no solo detuvo ese proyecto, sino que congeló las expectativas de toda la región. El resultado es tangible: cada año se dejan de producir alrededor de 1.5 millones de toneladas métricas de cobre (TMC). De haberse materializado, el Perú estaría hoy disputando con Chile el liderazgo global en producción del metal rojo.
Este retraso no es un detalle menor. El cobre es un insumo esencial para la transición energética, los vehículos eléctricos y la infraestructura digital. Cada tonelada que queda bajo tierra representa ingresos fiscales que no llegan, empleos que no se crean y oportunidades que se diluyen.
Entre todos los yacimientos mencionados, Michiquillay es el que avanza con mayor solidez. Concesionado a Southern Perú en 2018, cuenta con un estudio de impacto ambiental aprobado y prevé iniciar construcción en 2027, adelantando cinco años su cronograma original. Su operación, con una inversión estimada en US$ 2,000 millones, produciría unas 225,000 toneladas métricas de concentrado de cobre al año durante más de 25 años, además de subproductos como oro, plata y molibdeno.
El solo proceso constructivo generaría más de 80,000 empleos directos e indirectos. Pero más allá de esas cifras inmediatas, lo relevante es que Michiquillay puede convertirse en el núcleo que atraiga proveedores, fomente servicios especializados y active la red de proyectos vecinos, dando forma al clúster minero cajamarquino.
El concepto de clúster, formulado por Michael Porter, describe la concentración de empresas y actores vinculados a un mismo sector en un territorio, lo que facilita la cooperación, la innovación y la eficiencia. En minería, un clúster supone integrar operaciones, compartir plantas de procesamiento, sistemas energéticos y logísticos, así como diseñar soluciones conjuntas para el manejo ambiental. En Cajamarca, esta lógica permitiría una huella ambiental más ordenada y reducida, el desarrollo de infraestructura ferroviaria hacia la costa —por ejemplo, hacia Bayóvar en Piura— y una red de proveedores locales capaces de sostener la cadena de valor. El impacto no se limitaría a la minería: agroindustria, turismo y servicios podrían aprovechar la mejora en transporte, energía y comunicaciones.
La posibilidad de un clúster en Cajamarca no es solo una oportunidad para aumentar exportaciones. Es, sobre todo, un camino para revertir la paradoja de ser una de las regiones más ricas en recursos y a la vez una de las más pobres del país. Con un plan integral, la pobreza podría caer a niveles inéditos, la educación técnica tendría un impulso decisivo y la infraestructura regional se modernizaría.
Los beneficios alcanzarían a pequeñas y medianas empresas en transporte, ingeniería, salud ocupacional, catering y logística, creando un entramado productivo más diversificado. La experiencia chilena demuestra que miles de negocios locales pueden florecer alrededor de la gran minería, elevando de manera sostenida el ingreso de las familias.
El potencial existe, pero no se materializará sin condiciones políticas y sociales favorables. Los conflictos comunitarios han sido un obstáculo recurrente, y Cajamarca lo sabe bien. El recuerdo de Conga aún pesa. Para que los nuevos proyectos prosperen, será necesario un diálogo transparente y mecanismos efectivos de distribución de beneficios. Iniciativas como el Fondo Social Michiquillay, destinado a financiar proyectos de agua, salud y educación en las comunidades, apuntan en esa dirección.
También se requiere seguridad jurídica, reglas claras en materia de impuestos y regalías, y un compromiso del Estado en proveer infraestructura y servicios públicos básicos. Universidades y centros de investigación deben sumarse para formar profesionales calificados y generar innovación aplicada a la minería y sus industrias asociadas.
Cada año perdido significa miles de millones de dólares que no ingresan a la economía y una brecha social que se prolonga. La pregunta ya no es si el recurso existe, sino si el Perú tendrá la voluntad política, la visión empresarial y la capacidad de construir consensos para aprovecharlo. Apostar por un clúster minero en Cajamarca es, en última instancia, apostar por un futuro en el que el cobre sea el motor de un desarrollo más amplio y sostenible.
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