Hugo Neira

Vallejo siempre

Una deuda nacional y un homenaje incomprensible

Vallejo siempre
Hugo Neira
03 de abril del 2022


Nadie se ríe ni se burla cuando las grandes naciones recuerdan a sus grandes creadores. Por ejemplo, los países de lengua anglosajona no se olvidan de Shakespeare. En Francia, no se olvidan de sus poetas como Baudelaire o Víctor Hugo. Los españoles, por su parte, no se olvidan de Gonzalo de Berceo, ni de Tirso de la Molina, Lope de Vega o Góngora. Los festejan. Y el Perú no puede olvidar a César Vallejo que nació hace 130 anõs y publicó
Trilce hace justo 100 años, como se recordó en esta columna el 31 de enero (https://elmontonero.pe/columnas/vallejo-y-que-significa-la-palabra-trilce).

Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París —y no me corro—,
Tal vez un jueves, como es hoy, de otoño. 

Por supuesto que hay algunos grandes poetas después de él. Hagamos el recuerdo y un esfuerzo educativo: que en los colegios del Perú, privados o estatales, sencillamente se les lea a los niños y escolares un poema de Vallejo. 

Hace 60 años, tenía yo 25 años y era editorialista del diario Expreso fundado por Manongo Mujica. Un editorial de febrero de 1962 lo dedicamos a nuestro poeta universal, conocido de todos en el planeta y casi desconocido en su país.

***

Un homenaje incomprensible

Para la conciencia del país existe, aún, el problema Vallejo. Se trata —reduzcámoslo a términos prosaicos— de una deuda nacional. Nosotros, los peruanos, es decir, hombres sujetos a un tiempo de elecciones muy precisas, colectivas, apuntadas nuestras acciones a hacer una historia inédita, no hemos cancelado aún el precio, si es que hay alguno suficiente, de nuestra deuda con Vallejo.

Vallejo sigue muerto en París. No nos hemos redimido de su lejanía, en última instancia, de su soledad. Una nota de Georgette Vallejo a la biografía de César Vallejo revela ese desamparo al que nuestro silencio prolonga en la muerte. Es de notar —dice su viuda— que en las épocas de peor necesidad de Vallejo, (Primavera del 28, febrero del 32, invierno del 37) no habrá quien acuda a su lado. Por eso, quizás, cuando murió, «No mencionará ni a su familia, ni a su patria, ni a nadie, ni a él mismo». Qué significativo: ni a él mismo. Vallejo que era el verbo puro del Perú olvidaba su nombre y con él el olor de retama de la sierra de Santiago de Chuco, la tierra húmeda y lejana de Mansiche fijada en su juventud. Este es pues el problema Vallejo, el problema de la gran soledad del mayor poeta peruano, la afrenta y el dolor para su país de origen, de que muriese en París, con aguacero, de que siga muerto allá, de que se fuera pronunciando, «España, me voy a España» en vez de Perú, Perú… al pie del orbe, como en sus versos. 

Está pues presente este triste, descarnado reto. No lo hemos aún asimilado, incorporado, nacionalizado. Aunque sea el poeta que más ha influido en la nueva generación poética. Pese a que sus versos entristecen y nostalgian la voz de miles de peruanos, por el orgullo de saberlo nuestro.

Una prueba de que no entendemos el dilema Vallejo, es el último, extraño, desconcertante homenaje que ha recibido. Cierto es que la Comuna limeña ha tenido buena voluntad, pero cierto es también que ella ha levantado en su honor —¿tienen los poetas, así, burguesmente, honor?— un monumento tristemente incomprensible. Sobre una piedra que parece inspirada en «la piedra cansada» del propio César Vallejo se alza una estela de hierro forjado tenazmente misteriosa, lujosamente alegórica, deslealmente funcional, abiertamente funcional, curiosamente indiferente al tema, elegantemente gratuita.

El sitio es hermoso, la plazuela de San Agustín. ¿Cómo se llamará de hoy en adelante? ¿Plaza Vallejo, acaso? ¿O seguirá el antiguo nombre? ¿No podía elegirse una plaza más grande? Por ejemplo, ¿el Parque Universitario? ¿Ha habido concurso para esa escultura? ¿Es lo indicado, de acuerdo al lugar, al poeta, al pueblo que lo mirará sin comprenderlo? ¿Qué es lo que quiere decir, qué función cumple, qué escala de valores releva ese extraño adorno de metal? Tenemos derecho, en nombre de una colectividad, de un país, que aún escudriña, en el rostro de sus grandes hombres, de sus poetas, de sus estadistas, de sus creadores, el signo mismo del destino de esta nación, tenemos el derecho de preguntar, como podría hacerlo cualquier ciudadano común, o mejor, en nombre de cualquier peruano. ¿Dónde está Vallejo en ese monumento? ¿Es eso todo lo que se puede hacer por el poeta? 

La vida de Vallejo ofrece símbolos muy visibles, casi diríamos, muy plásticos. Están ahí inmersos, en la condición humana de Vallejo, el dolor, la alegría, la fraternidad, esa su desgarrada ternura social de los últimos años, accidentes espirituales siempre presentes en el trágico periplo existencial del poeta, como en su obra, que la escultura de la plaza San Agustín no expresa ni recoge. Esos símbolos vitales de Vallejo —su silencio de animal metafísico enfermo, su dolor de España y del hombre, una misma nostalgia, como la de Garcilaso, por el Perú— sin signos auténticos, tensos de energía moral, de respuesta al destino y a su tiempo, sin embargo, ellos han sido desencarnados, sin envoltura estética, sin instrumento arquitectónico de comunicación con los ojos y este tiempo actual, porque el monumento metálico y frío que han erigido en la plaza San Agustín, y que preside sin merecerlo como un indiferente aerolito la vida apasionada de César Vallejo, los ignora, los excusa, los hace de lado. (HN, 20 de febrero 1962)

Hugo Neira
03 de abril del 2022

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