Carlos Adrianzén
Tendencias opacas
En medios de trabas y castigos a la inversión y los negocios
Si algo caracteriza a la mayoría de los análisis sobre la evolución económica del país es el entusiasmo denodado con el que algunos celebran —como un acontecimiento histórico— algún salto eventual del PBI mensual, digamos el rebote de 4.2% de octubre pasado.
Pero el entusiasmo solo resulta destacable cuando tiene fundamentos. Recordemos, por ejemplo, cuando crecíamos a un ritmo quinquenal anualizado de 6.7%, a fines del 2009, gracias a que las exportaciones y la inversión privada (en promedios quinquenales anualizados) crecían persistentemente a tasas del 8% y 9%.
En estos accidentados tiempos, cuando el ritmo quinquenal promedio anualizado de estas variables converge a -1% (la inversión privada) y apenas a 4% las exportaciones, el optimismo entusiasta en materia económica implica o desconocer fervorosamente las tendencias prevalecientes o conocer algún fenómeno mágico que quebraría estas abruptamente.
Aquí no cabe recaer en el síndrome del pitufo. Como estamos en una región de perdedores — Latinoamérica—, crecer anualizadamente a una tasa anual mediocre del 3.2%, como contrasta la data disponible al tercer trimestre del año, y registrar una inflación controlada para algunos resulta lo máximo a lo que podemos aspirar. Se equivocan de cabo a rabo. El crecimiento económico de un país refleja fundamentalmente a sus instituciones (ergo, sus opciones de política económica de largo plazo).
El que los términos de intercambio que recibimos del exterior se hayan deteriorado en el 2018 no puede esconder que estos —en lo que va las gestiones gemelas de Humala, Kuczynski y Vizcarra— sean un décimo más alto que los del casi preso Alan García; ni los efectos nocivos de los retrocesos económicos estatistas-mercantilistas de tres administraciones desconcertadas. Los fondos previsionales de las AFP no caen unívocamente porque el precio del cobre se deteriora en medio de la guerra comercial norteamericano-china; su valor cae en medio de severos errores de gestión económica local como la introducción de regímenes demagógicos de jubilación anticipada o la postergación de la ley de promoción agraria. Y sobre todo se complica porque la lucha contra la corrupción burocrática peruana se ha convertido en una guerra politiquera y ha avanzado casi nada en la introducción de incentivos implacables contra la prostitución institucional que hoy nos caracteriza.
Un estilo de Gobierno económico e institucional de corte populista y basado en plebiscitos es hoy una realidad, aunque sostener esto despierte desde iras santas hasta salpullido en algunos fervientes e interesados en la gestión vicarrista. Pero dejemos el cantinflesco lado político de estos tiempos y volvamos a las cifras publicadas y particularmente a sus tendencias corrientes.
Nos debe quedar claro que hemos abandonado el proyecto de consolidar una economía dinámica y abierta al comercio e inversiones.
No solamente captamos menos como inversión extranjera directa (cinco puntos porcentuales del PBI en relación al 2013), sino que nuestro coeficiente de apertura comercial (el comercio exterior de bienes y mercancía como proporción del PBI) se mantiene estancado alrededor del 50%. La mitad que el de los chilenos y una fracción de una economía abierta como la de Singapur. En este ambiente de trabas y castigos a la inversión y los negocios, y de apuesta ideológica por la obra pública, no sorprende el quiebre a la mitad de su valor como flujo en términos reales de la tendencia lineal pasiva de la inversión bruta fija privada, en comparación al ritmo previo a Ollanta Humala y los clones que lo sucedieron.
No estimados lectores, las tendencias actuales no pintan cuadros de enloquecido optimismo con crecimiento de la clase media y reducción drástica de la pobreza. No ayuda que tantos encuentren que estas tendencias económicas bajetonas configuran una gestión económica impecable.
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