Carlos Adrianzén

Riesgo tóxico

Son necesarias grandes reformas de mercado

Riesgo tóxico
Carlos Adrianzén
16 de octubre del 2018

 

Vivimos en tiempos en los cuales la gente vuelve a enfocar el término “riesgo-país”. Para hablar de riesgo-país resulta muy útil tener en consideración que tiene innumerables definiciones. Algunas referidas a tipos específicos de operaciones comerciales o financieras, otras al complejo conjunto de todos los factores económicos y extraeconómicos que afectan decisiones de endeudamiento e inversión, y otras que hacen referencia a algún otro índice atajo; por ejemplo, el diferencial entre la rentabilidad de la deuda soberana del país y cierto bono del tesoro del Gobierno norteamericano. Estas innumerables definiciones tienen un lugar común: tratan de medir el riesgo de operar en y con el país.

En estas líneas tomaremos esta última definición. Enfocaremos todo riesgo atribuible a factores políticos, económicos, institucionales, demográficos y de otro tipo que afecten negativamente la predictibilidad de los negocios en el país. Lo tóxico del riesgo se asocia a su efecto depresor de decisiones de inversión, consumo o comercio exterior. Lo demoledor de su efecto es que implica decisiones intertemporales que trascienden el corto plazo.

De nuestro país podemos sostener muchas cosas, y una de ellas es que no somos Suiza. Es decir, no somos nada parecido a una nación con escenarios predecibles. Y esta falta de predictibilidad no solo es un fenómeno macro, sino también micro. No es solo que el mandatario de turno podría no concluir con su mandato en el tiempo acordado, o que el Congreso o el Ejecutivo pueden cambiar las reglas de juego continua y poco transparentemente; o que hasta la misma Constitución Política del país resulte un tema de discusión cotidiana para casi cualquier personaje, con casi cualquier razonamiento o esbozo fallido de pensamiento; sino que hasta el mismo cumplimiento cotidiano de la ley (por funcionarios, policías, fiscales y jueces) resulta dudoso.

Algo que merece destacarse es que este nivel de riesgo refleja un continuo en el tiempo y modela parte del paisaje económico. Se refleja en la ilegalidad rampante (eso que los peruanos, en modo cándido o cómplice, llamamos “informalidad”). Se refleja en la corrupción burocrática (dado que cumplir o incumplir la ley es algo arbitrario o discrecional). Y se refleja en el gradual estancamiento de la economía, dado que la inversión privada, la innovación empresarial y hasta la introducción de políticas económicas lúcidas se refrenan por la falta de predictibilidad institucional, en forma retroalimentada con la corrupción burocrática, la informalidad y el bajo nivel analítico de nuestra llamada clase política. Esto, desde la presidencia de la República hasta las discusiones públicas o mediáticas.

¿Y por qué razones la gente vuelve a enfocar el término riesgo-país? Simplemente porque su toxicidad económica nos va pasando la factura con mayor dureza cada día. Por más que abunden los titulares periodísticos y discursos burocráticos que nos machacan que todo está maravillosamente, lo cierto es que —si analizamos indicadores tendenciales— descubrimos cada mes que crecemos mucho menos (de ritmos anualizados del 8% al 3%), empleamos mucho menos (con ritmos de creación de puestos de trabajo ya negativos), invertimos mucho menos (con tasas de crecimiento anual de formación de capital en dólares constantes de -3%, 0%, -6% y -4%, en el lapso 2014-2017) y hasta consumimos menos.

El riesgo-país peruano hoy acumula los efectos contractivos de los retrocesos humalistas en materia económica, la escandalosa caída de PPK, los sucesivos escándalos de corrupción burocrática y el cambio de rumbo hacia la izquierda de estos meses con Martín Vizcarra. Por eso ya es tóxico, y urge reaccionar.

El ambiente económico local (carente de reformas y repleto de nuevas medidas de intervencionismo estatal discrecional y demagógico) no ayuda. El optimismo puede ser algo muy deseable, cuando es fundado. Cuando no lo es, solo genera frustración. La búsqueda desesperada de popularidad desde el Ejecutivo, combinada con la desesperación demagógica del Legislativo, no solo retroalimentan el riesgo político per se; también alimentan riesgos de abierto retroceso económico vía medidas tan torpes como ampliar la burocracia congresal y no congresal, subsidiar agrupaciones políticas, e incrementar continuamente las regulaciones e impuestos. Todo esto, como llovido sobre mojado. Con niveles de riesgo-país cada vez más nocivos, cuyos efectos negativos descubriremos implacablemente pocos años después.

Aquí no hay caminito mágico e instantáneo. El camino de vuelta pasa por entender la toxicidad de lo andado. Y luego detener los ruidos, con recuperación de la predictibilidad institucional y estricto cumplimiento de la ley. Me refiero a cientos de miles de presos. Luego reformas de mercado y desmantelamiento de prácticas mercantilistas-socialistas. ¿No luce fácil? Pues sí. El progreso no es seguro ni inevitable.

 

Carlos Adrianzén
16 de octubre del 2018

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