Carlos Adrianzén
Para entender estos tiempos
De la Constitución de 1979 a la de 1993
Acercándonos al cierre del primer trimestre del 2019 los invito a enfocar la peculiar actualidad económica de estos tiempos. Sí, estimados lectores, estos tiempos resultan significativamente diferentes, por ejemplo, a los aciagos días en los que rigió la espuria Constitución Política de 1979. En aquellos años los economistas hablábamos continuamente de recesiones; es decir, de dolorosas caídas en la producción y en el consumo de las personas. Podríamos recordar, a modo de una macabra añoranza, que entre 1979 y el 2001 registramos media docena de estas y que el ritmo de crecimiento de nuestro producto por habitante en dólares constantes fue negativo (-0.2% en promedio).
Nuestro producto por habitante, no solo no creció en el salto de 23 años, sino que su valor en dólares constantes se comprimió en más de cuatrocientos dólares duros. Entonces y en medio de un marcado deterioro de la inversión privada, de la captación de inversión extranjera directa, con recurrentes y enormes déficit fiscales y de la cuenta corriente de la balanza de pagos, usualmente con cuentas fiscales incapaces de cumplir nuestros compromisos financieros y sellados por una política monetaria de rapiña (que desde un avasallado Banco Central de Reserva esquilmó recurrentemente los ahorros de un par de generaciones) los economistas de la época se referían continuamente a los paquetazos: el colapso por irracionalidad de los regímenes de controles de las tasas de interés, los tipos de cambio y de precios de la canasta de consumo popular, como los medicamentos, los combustibles y los alimentos.
En este ambiente, la discusión mediática de los temas económicos (los datos sobre hacia dónde caminarían el dólar, los salarios y hasta cualquier cambio de reglas económicas) marcaba la pauta. Incluso, los presidentes de la República —al margen de los temas vinculados a los terroristas de Sendero Luminoso y el MRTA— en sus discursos hablaban básicamente de acciones desesperadas de política económica, y eventualmente de otras cosas, como algún desastre natural o cierta batahola burocrática.
De aquellos tiempos en los que rigió la impuesta Constitución velasquista, vale pregonar dos cosas. La primera implicó cuánto nos hundimos gracias a su desafortunado régimen económico (y político). Entonces el nivel de desarrollo relativo de un peruano se contrajo tremendamente, en 5% del PBI por persona norteamericano. Pero la segunda cosa a recordar no resultó menos importante. Las instituciones se prostituyeron, discreta pero aceleradamente. A pesar de la creciente evidencia de corrupción burocrática y de delincuencia terrorista y no terrorista —gracias a los crecientemente politizados organismos de control, Judicatura, Fiscalía y Policía de la época— las fortunas de muchos funcionarios públicos, a todo nivel, resultaban más que difíciles de esconder. Gradualmente se consolidaron y generalizaron claros incentivos pro impunidad y pro corrupción burocrática, que fueron profundizándose año tras año.
Con la también espuria Constitución Política de 1993, y su significativamente mejor régimen económico, la suerte de la plaza mejoró. Se recuperó la estabilidad monetaria (al respetarse la autonomía del Banco Central de Reserva) y con las acciones de reforma de mercado, lanzadas entre 1991 y 1994, se mantuvieron dentro de niveles adecuados las brechas fiscal y externa, las inversiones privadas y extranjeras se recuperaron y —a pesar de la ausencia de reformas institucionales que flexibilizaran el mercado de trabajo y los servicios públicos (en áreas como la educación, la justicia, la salud, etc.)— el país, entre el año 2003 y el 2013, recuperó el desarrollo económico relativo perdido. Sí, los aludidos cinco puntos retrocedidos en los aciagos tiempos de la Constitución de 1979.
Pero —nótese— la ausencia de reformas institucionales no fue un error marginal.
Los mercados no funcionan en ambientes prostituidos. Los incentivos velasquistas pro corrupción burocrática no solamente acabaron con lo que —en su momento— algunos bien intencionados apodaron como “el milagro económico peruano” (reduciendo su ritmo de crecimiento a menos de la mitad), sino que convirtieron en ladrones (o aspirantes a estos) al grueso de los candidatos perdedores y ganadores en cuanto proceso electoral se desarrolló antes y después del régimen fujimorista.
Sobre esta desgracia institucional local apareció en escena algo peor. Los precios del petróleo y la enorme influencia de Cuba y su colonia en Venezuela (también conocida como el régimen chavista) modelaron financieramente a los presidentes de la nueva izquierda sudamericana. Masivamente, en Brasil, en Argentina, en Bolivia, en Ecuador, en Chile y —por supuesto— en el Perú; imponiéndonos a un candidato de tercera y gobernante de quinta, como don Ollanta Humala, acompañado cantinflescamente por su agraciada consorte y sus otrora colaboradores incondicionales. Entendiendo esto, hallamos que el compañero de plancha del turbio PPK es solo una repetición del aludido ex comandante. Un personaje opaco que —de acuerdo a los mismos medios periodísticos que él financió con fruición— estaría a punto de ingresar a la prisión.
Sí, estimado lector. Hoy los comentarios económicos dentro de la pauta de los medios han pasado a tener un rol diferente, obviando los deterioros y muy marcado por temas (de la economía) del comportamiento. Y aunque después del 2011 cada año retrocedamos, invirtamos y crezcamos mucho menos, a la gente solo le interesa que hablemos de los detalles de algún escándalo de corrupción burocrática (por supuesto de algún político no vinculado a ellos). Y a pesar de que no exista ningún registro serio de los fondos públicos robados. Todo esto, teniendo en cuenta que no debemos recordarles que ellos eligieron con penoso entusiasmo a todos esos personajes que, cuando llegaron al botín, se burlaron de ellos.
Cierro estas líneas recordándoles algo cruel. Hoy, como en los días del Titanic, distraerse con una ruidosa orquesta, jugar a seguir bailando sin desentonar y no mirar cuidadosamente hacia adelante, no es precisamente una buena idea.
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