Javier Agreda

Padre nuestro…

Padre nuestro…
Javier Agreda
13 de junio del 2014

La figura paterna presente en la literatura

La proximidad del tercer domingo de junio –en el que se celebra el Día del Padre– nos lleva a pensar en la importancia de la figura paterna dentro de la literatura. El padre es no solo ese generoso hombre que nos apoya y enseña a vivir de la mejor manera posible; también puede ser el duro y autoritario representante del orden o el vínculo más directo con nuestra historia y nuestras raíces. De ahí que el padre sea una figura recurrente en las obras maestras de la literatura universal; aunque con las más diversas significaciones, desde las más bellas hasta las más terribles.

Acaso la imagen más conocida del padre como vínculo con los antepasados y la tradición cultural es un episodio de la Eneida, la gran epopeya escrita por Virgilio (siglo I a. de C): en plena destrucción de la ciudad fortificada de Troya, después de que los griegos ingresaran a ella gracias al ardid de Ulises, el príncipe Eneas escapa con un grupo de troyanos, con los que después de un largo peregrinaje fundará la civilización latina. Pero al salir de la ciudad en llamas lo hace llevando sobre los hombros a su anciano padre Anquises. En esa misma línea están El rey Lear de Shakespeare (1605) y Papá Goriot de Balzac (1835), entre muchos otros.

Sin embargo las figuras paternas más negativas, aquellos padres que hay que matar para poder convertirse en hombres adultos y capaces de decidir su destino, tienen una mucho mayor y más fuerte presencia: desde el Edipo Rey de Sófocles (siglo V a de C), a partir del cual Freud elaboró su teoría del “complejo de Edipo”, hasta Los hermanos Karamazov de Dostoievski (1880). Se trata de padres autoritarios y castrantes. Pero el caso más famoso al respecto es el del escritor checo Franz Kafka, cuya conflictiva relación con su padre es uno de los temas centrales en todas y cada una de sus obras, hasta en La metamorfosis. Hay incluso una famosa Carta al padre (1919), un extenso texto autobiográfico que incluye pasajes como este:

“Por ello mi mundo estaba dividió en tres partes: una, en la cual vivía yo, el esclavo, bajo leyes que sólo hablan sido inventadas para mi y a las que yo, por otra parte —sin saber por qué— nunca podía cumplir en forma satisfactoria. Luego un segundo mundo, infinitamente lejos del mío, en el cual vivías tú, ocupado en gobernar, emitir las órdenes y disgustarte a causa de su incumplimiento. Finalmente un tercer mundo, en el cual vivía el resto de la gente, feliz y sin órdenes ni obediencia”.

En Latinoamérica, continente signado por las rupturas y problemas en la cadena de filiación, el tema se presenta frecuentemente bajo la figura del padre ausente. En Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo, el protagonista es Juan Preciado, quien viaja a la fantasmal ciudad de Comala para conocer a su padre, Pedro Páramo. Y, como en el caso de Kafka, en Mario Vargas Llosa el padre ausente es uno de sus demonios personales, que aparece en casi todas sus obras. Pero es en el primer capítulo de El pez en el agua (1993), su libro autobiográfico, donde confiesa que fue a la edad de diez años que él se enteró que su padre estaba vivo: “fue como si el mundo se me paralizara de sorpresa. ¿Mi papá, vivo? ¿Y dónde había estado todo el tiempo en que yo lo creí muerto?”.

Pero sin lugar a dudas son estos versos de César Vallejo los que mejor expresan los sentimientos de un verdadero padre:

“Mi padre duerme. Su semblante augusto figura un apacible corazón; está ahora tan dulce... si hay algo en él de amargo, seré yo”.

 

Por Javier Ágreda

 

Javier Agreda
13 de junio del 2014

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