Carlos Adrianzén
La economía de gobernar plebiscitariamente
Para ser popular en el corto plazo
Para ser leído con acelerada credibilidad nada mejor, en un ambiente donde darle tiempo a las cosas es algo casi sospechoso, que hacer uso de las definiciones wikipedianas. Según esta fuente se sabiduría al paso, lo vocablos referendo y plebiscito presentan usos crecientemente similares. Así, de acuerdo al Diccionario de la Real Academia Española, el primero enfoca un procedimiento jurídico por el que se someten al voto popular leyes o actos administrativos cuya ratificación se propone; mientras que el segundo implica la consulta (o apariencia de ella) por la cual, el gobernante de turno somete acciones de gobierno al voto directo para que la mayoría las apruebe o rechace.
Con instituciones prostituidas, la cercanía entre los dos vocablos se consolida.
Así por ejemplo, en las genocidas dictaduras cubana o venezolana, existe una práctica intensa de estos procedimientos de justificación de los actos de gobierno, que se caracteriza tanto por su popularidad y credibilidad inicial cuanto por su tremendo desprestigio y hasta desprecio popular cuando la dictadura se consolida como un régimen totalitario (cleptocrático, socialista y mercantilista).
Dicho esto, y a modo de regalo en los festejos de la borrachera demagógica asociada al referendo o plebiscito del domingo pasado, en estas líneas me interesa discutir con ustedes algunas observaciones útiles para analizar la lógica económica de los gobiernos plebiscitarios. La primera observación es básica aunque olímpicamente ignorada en las discusiones políticas. En términos de la evolución económica de largo plazo de una nación (que es la única relevante en términos de la maximización del bien común), las encuestas o popularidades no miden el éxito o fracaso de un gobierno.
Las mejoras de una nación se miden por la tasa de crecimiento del Producto Bruto Interno por habitante (que predice su calidad de vida, nivel de desarrollo humano y que requiere de una sostenidamente baja percepción de corrupción burocrática), por su estabilidad nominal (inflación), por su tasa de inversión privada y por otros indicadores de empleo y cumplimiento de la ley. Ser popular en el corto plazo llega hasta a ser una fundada causa de sospecha de que se están haciendo las cosas mal, que se está cediendo a las presiones privadas de grupos vociferantes, mercantilistas o demagógicos.
Por todo esto, manejar un país por asambleas o plebiscitos, con institucionalidades prostituidas, es el camino directo al fracaso. En una nación como la nuestra, con inacabables mestizajes y una mayoría desempleada que vive en la ilegalidad, que recibe en promedio algo más de cinco años de educación pública deplorable, que vive en medio de carencias extremas de infraestructura básica, y que sufre una institucionalidad prostituida desde el velascato a la fecha, apostar por no tener reglas (ergo, gobernar por plebiscitos) es algo suicida. Se asemeja a pedir que una delirante asamblea vecinal lo opere a usted de un derrame cerebral. Me temo que lo que quedaría de usted sería algo más que huesos y un charco de sangre.
No nos engañemos: las encuestas y los plebiscitos implican una forma muy popular pero irracional de gobernar una nación que está en abierto retroceso; como el Perú, bajo la aciaga gestión de Martín Vizcarra. Recordemos la popularidad extrema del gobierno del Apra e Izquierda Unida en 1985 y sus desastrosas consecuencias económicas.
Pero, ¿qué tipo de medidas económicas implementaría un gobierno plebiscitario hoy en el Perú? Sin duda, la protección absoluta del empleo. Léase estabilidad laboral absoluta (ergo, avance acelerado de la robótica donde se pueda), contracción de los empleos adecuados y desempleo e ilegalidad laboral flagrantes en el resto de la economía.
Adicionalmente, un cambio constitucional por una senda no constitucional, con otra constitución política de corte mercantilista socialista como la espuria Carta Magna velasquista de 1979. Y usted sabe bien (o debiera saber) hacia que aciagos escenarios económicos nos llevan esas ideas. E híbridos de una ley del Inquilinato (el inicio de una larga contracción inmobiliaria). iniciativas múltiples de gasto, regulación y empresariado estatal en todos los ámbitos de la economía, etc. En fin, lucidez económica descartada.
Nuestro país hoy necesita un cirujano económico que actúe tajantemente, hable claro y no invente nada. No un charlatán que —maquillado por referendos demagógicos— solo haga cosas tan populares como contraproducentes. Y tengámoslo muy en cuenta: si nos gobernamos plebiscitariamente, el infierno será el límite. Y si se queda quieto, usted el cómplice.
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