Alfredo Barnechea
Gustavo Gutiérrez, in memoriam
El estrecho vínculo entre Alfredo Barnechea y el padre Gutiérrez
Diría que yo no conocí a Gustavo Gutiérrez., él me conoció antes a mí, cuando yo estaba en el vientre de mi madre. Barranquinos los tres, Gustavo era amigo desde la infancia de mis padres. Con mi padre, jugaban ajedrez desde niños. Vivían en la misma calle de Barranco, y al regresar mi padre de su colegio, La Inmaculada, se paraba a jugar con Gustavo, que estaba por problemas en sus piernas que tuvo desde niño en su cama (sufrió de osteomielitis). Jugaban a través de la ventana.
Fue más amigo de mi madre, que fue de joven una lideresa de Acción Católica. Gustavo y mi madre nacieron el mismo año, 1928. Gustavo en junio y mi madre en noviembre. Casi hasta su muerte, el 2015, a los 87 años, mi madre organizaba aproximadamente cada dos meses un lonche para sus amigos católicos de siempre.
Yo trataba de colarme a esas tertulias de mayores, porque amaba la compañía de esa gente. Iba siempre Gustavo, cuando estaba en Lima, y no estaba dictando clases en el extranjero. Recuerdo del grupo a otro personaje magnífico, César Delgado Barreto, con quienes fuimos congresistas en el mismo periodo de 1985 a 1990 (él senador, yo diputado). Me acuerdo también de César Arróspide de la Flor. El era mucho mayor que ellos (me parece que había nacido en 1900).
Aunque no estaba siempre de acuerdo con sus opiniones, guardo esas intrusiones en esas conversaciones de mayores, como uno de mis mejores recuerdos. Había cristiandad ante todo, pero también política, cultura. Diría que la palabra que podría resumir el espíritu de ese grupo sería humanismo. O simplemente humanidad. Quizá otra palabra era que había entre ellos “comunión”.
Ya en la universidad, en Ciencias Sociales, donde yo me había matriculado equivocadamente (cuando lo que yo debía era haber sido mantenerme en derecho), Gustavo me dice: “métete a mi curso”. Gustavo, le dije, qué voy a hacer en un curso de “teología social”. “No me interesa la teología”. Pero Gustavo insistió y yo cedí. Fue uno de mis grandes cursos universitarios, aunque lo que aprendí fue una historia del marxismo y su diálogo con el cristianismo. Eran los tiempos de Jean Lacroix y su famoso libro “El sentido del diálogo”. Lacroix había fundado con Mounier, una de mis principales influencias en mi universidad, gracias a la orientación de mi amigo José María Salcedo, la revista Esprit, y ese diálogo era con los escritos juveniles “humanistas” de Marx.
Después, mantuve cada año constantes diálogos a solas con Gustavo. Me imagino ahora que lo mismo debe haber hecho con muchos otros. Me escuchaba, daba ciertas ideas, me recomendaba libros, generalmente en francés, que yo creo que era la lengua que le gustaba desde Lovaina y sabía que yo podía leer, influencia de mi madre, antigua alumna del viejo colegio Belén (cuando allí, como en la Recoleta, se hablaba todavía francés). Esos diálogos los tuve hasta hace muy poco, aunque desafortunadamente los últimos años ya vi muy poco a Gustavo.
Recuerdo la última vez que hablé con él. Vino a mi casa y pasamos horas conversando. En esa última conversación Gustavo terminó casi conminándome a hacer política: “Estás preparado como pocos” me dijo –con palabras excesivamente generosas--, “y vienes de una familia que por generaciones ha servido al bien público, y te han enseñado que se hace política para servir a los más pobres. Tienes que ser candidato a Presidente”.
Gustavo, que fue no sólo el padre de la Teología de la Liberación, tema al que soy un poco ajeno pero muy respetuoso de su espíritu, sino la influencia intelectual dominante en la Iglesia latinoamericana desde la conferencia del CELAM en Medellín en 1968, y desde allí se proyectó como uno de los grandes teólogos del mundo. El meollo de su pensamiento fue la relación de la fe con la pobreza, y la pobreza como un escándalo moral.
La Iglesia es un mundo complejo y variado. El Concilio Vaticano II la cambió por completo, hasta la llegada de ese hombre tan especial y maravilloso que fue Wojtyla, San Juan Pablo II.Dentro de ella se crearon facciones, y Gustavo no fue siempre el engreído de quienes llegaron a tener mayoría en ella. Un poco para protegerse, él, ordenado sacerdote seglar en 1959, se hizo dominico, para estar protegido por una orden mundial y no sujeto a un arzobispado eventualmente crítico con su pensamiento.
Una vez, en medio de esas discusiones teológicas, muy alejadas de mis intereses, yo firmé sin embargo una carta de apoyo a Gustavo. Mi madre no me lo pidió pero lo sentí como una obligación con ella y su amigo de toda la vida. El nuncio de entonces, creo que se llamaba Luigi Dossena, a quien yo trataba como diputado y había hecho conmigo una buena relación, me increpó: “Cómo ha firmado esa carta si usted no es comunista”.
Yo nunca fui marxista, en efecto. Me influyó en la universidad el “personalismo comunitario” de Mounier, y, como dijo Vargas Llosa en Madrid en la presentación de mi libro “Perú, país de metal y de melancolía”, “Alfredo es el único que conozco que ha sido socialdemócrata desde que nació”. Lo sigo siendo. Qué poco he cambiado. Lo que demuestra quizá lo poco inteligente que soy.
Era verdad que muchos de los estudiantes que Gustavo formó a través de la ahora creo que ya extinta UNEC, la Unión de Estudiantes Católicos, terminaron como marxistas y yo de opositor de ellos. Pero recuerdo que le dije al Nuncio: “Excelencia, lo aprecio mucho. Pero a usted lo conozco hace dos años. Conozco a Gustavo Gutiérrez desde que nací. Y defenderé su derecho a expresar su pensamiento aunque yo no crea comprenderlo bien ni lo comparta por completo”. En resguardo de la nobleza del Nuncio, que murió en su pueblo natal italiano el 2007, se río y siguió invitándome a la Nunciatura.
Creo que no puede entenderse bien a Gustavo sin algo que se menciona poco: estudió medicina. Era un conocedor no sólo del alma sino del cuerpo de los hombres.
Acompañé a Gustavo a Oviedo el 2003 cuando recibió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades (en compañía nada menos que de Riszard Kapuscinski). Gustavo era también miembro de la prestigiosísima Academia Estadounidense de las Artes y las Ciencias, fundada durante la guerra de la Independencia de los Estados Unidos por John Adams y John Hancock (y a la que pertenecieron Franklin, Hamilton y Jefferson), una pertenencia cuyo prestigio sólo es superada por el Premio Nobel.
Gustavo querido: ahora que estás a la diestra de Tu Padre, al que serviste como pocos, a través del calor del sol, a través de la luz de los cielos, a través del aire que envuelve los átomos, me gustaría decirte que trataré de ser fiel a tu amistad, a tu coraje intelectual, a tu curiosidad por los hombres, a tu compasión humana (para mi lo que mejor representa mi Iglesia Católica), y tu amor indeclinable por los pobres.
Me enseñaste, como mi madre, que es para ellos para los que tengo que hacer política. Dios te guarde en su seno inmemorial, amado amigo.
COMENTARIOS