Carlos Adrianzén
El veneno vizcarrista-velasquista
Buscando popularidad, envilecieron las instituciones
En términos de manejo económico, pocas inclinaciones pueden resultar más perniciosas o destructivas que la búsqueda cándida de popularidad. La forma razonable de buscarla implica paciencia y uno de esos raros cuadros en los que la popularidad se construye sobre un ritmo de alto crecimiento económico mantenido por décadas. Este crecimiento alto y persistente es siempre es pro pobre, requiere instituciones capitalistas y nos lleva inexorablemente al desarrollo económico. Pero, insisto, es muy raro.
Lo normal en cambio implica miopía. Esa búsqueda de popularidad de muy corto plazo, construida sobre políticas no sostenibles en el tiempo y orientadas a beneficiar a un grupo de privados, o a nombre de corregir desigualdades (socialismo), o de desarrollar o diversificar alguna actividad productiva (mercantilismo). De hecho, los grandes desastres económicos latinoamericanos de la última centuria (Castro, Chávez, Maduro, Perón, etc.) confirman consistentemente esta observación.
En nuestro país, por ejemplo, la dictadura de Velasco, el militar que ejercía la Comandancia General del Ejército y la presidencia del Comando Conjunto en 1968 (y que deportó traicioneramente a su presidente) tuvo como motor principal ganar popularidad a como dé a lugar. Así, Velasco y su gavilla usaron como justificación inicial, para patear el tablero, el rechazo a un pésimo contrato pactado por la burocracia de la época (que ni siquiera medía los detalles de la explotación petrolera del yacimiento). Una justificación —nótese— muy popular por aquellos días.
Poco tiempo después este régimen cayó bajo control tácito de la sesgada intelectualidad de izquierda limeña y de sus vínculos con las cancillerías cubana, yugoslava y soviética. En sus años de influencia directa, la dictadura llevó al país hacia una serie de reformas estructurales de corte socialista-mercantilista. Populares al inicio y aciagas poco tiempo después. Gracias a ellas, el agro peruano se convirtió en un bastión global de pobreza y atraso. Su reforma agraria, repleta de retórica socialista, es hoy reconocida globalmente por sus significativos niveles de corrupción e ineficiencia. Todavía hoy cuando hablamos de pobreza en el Perú nos referimos al ámbito rural posvelasquista repleto de parcelas descapitalizadas (minifundios).
Pero sus daños trascienden al agro. Buscando popularidad crearon botines estatales (empresas y dependencias públicas) caracterizados por su deplorable gestión y su nunca estudiada corrupción burocrática. Asimismo, también buscando ser populares, introdujeron controles de precios y subsidios masivos a los alimentos, medicamentos, divisas, créditos, combustibles e insumos. Un aquelarre de irracionalidad que generó desabastecimientos masivos y recurrentes; y muchos corruptos millonarios entre mercaderes y burócratas. En fin, esquemas que llevaron al país a una década perdida y, a fines de ella, a estándares de desarrollo africanos.
Hoy no faltan los despistados que —por ideología, desconocimiento o interés— cuando defienden a la dictadura de marras nos refieren a las cifras previas a 1977. Y señalan que a Velasco no le fue tan mal. Omiten lo elemental. Primero, el hecho de que la dictadura desperdició los términos de intercambio más altos de nuestra historia con registros (lo cual maquilló por un lapso sus errores y robos); y segundo, que los cambios de reglas más nocivos tienen efectos intertemporales. Hoy siembras hambre, mañana lo cosechas.
Así, cuando un gobernante buscando popularidad, envilece institucionalidades, los efectos negativos trascienden el corto plazo. No es solo que gradualmente los servicios públicos (educación, salud, justicia, o seguridad ciudadana) se vayan deteriorando —haciendo que se derrumben la calidad y predictibilidad de esos servicios— sino que este deterioro se profundiza.
Sería injusto negar que en los días iniciales del golpe militar —con control de medios incluido— el general traidor tuvo sus meses de popularidad. Lo que deberíamos tener en consideración aquí es que estas popularidades demagógicas son efímeras y resultan verdaderas bombas de tiempo. Pronto los problemas emergen. Esto no solo se ve reflejado en el justificado desprecio histórico, sino también en el daño causado a los peruanos.
Hoy, en materia económica, no solo sufrimos ya el menoscabo de los precios externos y del ininterrumpido ruido político e institucional; además soportamos los efectos acumulados de los retrocesos de la política la económica, generados consistentemente por la izquierda burocrática desde el 2011. A esto agreguémosle que desde el Congreso y el Ejecutivo abundan cada semana iniciativas legales orientadas a hacer a alguien muy popular.
Por ejemplo, hoy resulta muy popular —dado que la mayoría de los peruanos no tienen capacidad de ahorro para aportar montos significativos al sistema previsional privado, y los que los tienen no son conscientes de los riesgos que hoy corren sus ahorros— que la burocracia tome los ahorros de los ciudadanos para financiar sus déficit, vía una dizque solidaria reforma previsional. Pero notémoslo todos: el corolario de esta rapiña implicaría un descalce financiero severo de la economía nacional con implicancias macro muy serias. Acá, pues, no cabe confiar en los burócratas. Ellos solo quieren cubrir sus voracidades de gasto, y sí que saben que no van a estar allí cuando todo se descubra. Tampoco es casualidad que crezcamos bastante menos, ni que la inversión privada muestre una tímida recuperación.
Es por todo ello que esta tan popular y asustada administración vizcarrista debe reevaluar su camino. Discretamente va enrumbando por la misma senda, tan popular y destructiva, de la aludida dictadura setentera.
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