Hugo Neira

El Perú contemporáneo de F. García Calderón (II)

“Las fuerzas educativas”, un texto del ensayista peruano

El Perú contemporáneo de F. García Calderón (II)
Hugo Neira
04 de marzo del 2024


Seguimos con el segundo extracto del capítulo V, «Las fuerzas educativas», de
El Perú contemporáneo del novecentista García Calderón. Raúl Porras lo comparaba con Pedro Paz Soldán por «tratar de entender las causas de las dolencias del Perú». Lo encontraba tolerante, en su crítica, una escasa virtud.

***

«El clero tiene en sus manos la educación de las clases dirigentes del país. Ha habido, esporádicamente, ensayos de educación laica, de espíritu religioso, como en el Instituto de Lima; pero la elite se educa en los colegios de las congregaciones. Esta formación tiene, en el Perú, los defectos de una educación laica: es un bosquejo, un ensayo sin coordinación ni progreso positivo. La educación clerical, congregacionista, es, en principio, peligrosa para la formación del carácter peruano, ya que favorece, por su acción, todos los vicios hereditarios: a la pereza intelectual, responde con soluciones dadas, con afirmaciones sin crítica y su condena al análisis; a la debilidad de la voluntad, con la disciplina universal y la dirección minuciosa y autoritaria de la conciencia. Es cierto que siempre ha ejercido influencias mejores, aportando el orden, la seriedad, el ideal. Encontramos condiciones de resistencia, esfuerzo, paciencia, honestidad intelectual y moral en las generaciones que la Iglesia ha educado en su seno. No encontrando poderes hereditarios o de castas, ni un poderoso capitalismo, el clero no ha logrado formar una fuerte unión de todas las fuerzas del pasado.

La revolución fue un movimiento de igualdad. Tras ella no encontramos ni una casta militar y jerárquica o una nobleza de latifundio ligadas a la Iglesia. Es así que las fuerzas educativas congregacionistas, en su totalidad, se han dedicado a un objetivo de dominación doctrinal, sin rencor contra la política republicana. Esta educación ha sido más tradicional que monárquica o enemiga de la democracia triunfante. Sus caracteres son los mismos que los de la educación latina. Un humanismo superficial, reducido al latín, y sin el espíritu de las letras antiguas, el desprecio por la observación, el memorismo, la filosofía ecléctica o apasionada por los silogismos; la historia y la naturaleza, estudiadas sub specie católica y, en el fondo, como reflejo de la vida de los maestros, una profunda indiferencia por la realidad, un divorcio entre la escuela y la vida. Siempre la educación de abstracciones y verbalismo, mancillada por Taine en sus célebres páginas de Régime Moderne.

La educación de los colegios laicos ha tenido en el Perú notable inferioridad, por su influencia y número, y con los mismos defectos latinos y clásicos de la educación religiosa. Ha sido liberal, pero superficial, retórica y literaria, dotada de una filosofía espiritualista y carácter democrático. Sin ser clerical, acepta la religión, enseñándola en su totalidad. Un miembro del clero secular llena esta necesidad que tiene más bien carácter decorativo que profundo y real. Estos colegios conducen a la indiferencia religiosa mas no al anticlericalismo; mientras que los colegios de las congregaciones forman católicos o librepensadores que se acercan a la intolerancia. Encontramos como efecto de esta educación, o más bien como resultado de esta cultura y del carácter nacional, una forma católica del pensamiento. No conocemos términos medios, ni el relativismo, ni la distinción de las formas, ni de momentos y matices; la lógica de lo absoluto, favorecida y fortalecida por la enseñanza doctrinal, tiene la misma fuerza en la libertad de ideas y en la fe religiosa. Siempre hemos procedido por afirmaciones extremas simplistas, dogmáticas. Debemos llegar a los últimos tiempos, para constatar la acción de un análisis de los hechos, que no es «exhaustivo», como lo quería Stuart Mill, sino que evita la proclividad a los principios de las antiguas construcciones, y que rechaza, definitivamente, las formas caducas de la ideología revolucionaria. Podemos establecer, así, que la educación clerical no ha hecho sino afirmar las tendencias inmanentes al espíritu nacional.

La religión ha tenido una acción poco fecunda sobre el pueblo. Una cierta aspereza en las costumbres y la propensión al alcoholismo y el libertinaje se han debilitado gracias a su orientación; pero ni la energía ni la resistencia para el trabajo, ni la educación o los ideales se han incrementado por la fuerza en la fe. La religión se ha ligado al molde nacional: superficial, verbal y material, no ha dotado de gran objetivo a la vida y acción colectivas. No concebimos el imperio de una moral científica y racional, sino que creemos en una moral que obtiene su fuerza de las creencias y temores religiosos; pero, en la moral popular, la fe exterior, la religión no vivida, la creencia católica en la que el sentido de pureza, moral e idealismo está lejos de conocerse, no tienen influencia continua y profunda. La moral es instintiva, apenas normada por una espontaneidad de un carácter siempre dócil y flexible, teniendo, a la vez, todas las características del fatalismo. Vivimos en el pequeño mundo de inquietantes supersticiones, creemos en un destino desconocido y caprichoso, reduciendo el providencialismo al culto de los santos, a la eficacia de los amuletos, al azar y al milagro. Es una religión común a todas las masas populares. Se le ha llamado «polidemonismo localizado». Es monoteísta cuando reza a un santo, pero cree en un conjunto curioso de entidades sobrenaturales, mal definidas y sin jerarquía dogmática, que tiene, sobre la vida y en lugares diversos en diferentes momentos, una fuerza inquebrantable. Son los demonios buenos o malos los que tejen caprichosamente la sagrada trama de la vida. En el fondo, se trata de un fetichismo depurado o de un espiritismo disminuido y confuso.

En el centro de la montaña, en el Ucayali —Oriente peruano—, las misiones religiosas han efectuado una larga obra civilizadora. Entre pueblos inferiores, tribus y clanes salvajes, a través de un perpetuo esfuerzo sobre la naturaleza y los hombres, esfuerzo cercano al heroísmo, han conquistado regiones favoreciendo la difusión de la nacionalidad. El convento de Ocopa se ha convertido en el centro de esta acción cotidiana sobre las regiones salvajes y sobre el canibalismo. Se llegó a suavizar las costumbres de estos pueblos primitivos e infantiles, por su espíritu y naturaleza. La religión es la única fuente de civilización en estos lejanos confines. El misionero ha abierto la ruta al explorador, al navegante de los grandes afluentes del Amazonas, al conquistador de la selva y del caucho. Débil, negligente, teñida de prejuicios y arcaísmos en la vida abundante de las ciudades, ha retomado su austeridad y fuerza de evangelización de las masas en el Oriente misterioso. Además, ha ayudado en la obra científica e industrial, en la constitución de la geografía, de la lingüística y de la agricultura de las zonas tropicales.

Durante la época española, la acción del catolicismo fue fecunda en dos aspectos. En una sociedad dividida, en la que los privilegios impedían toda armonía, la religión se convertía en fuerza nacional. Daba una cierta unidad a la raza y, gracias a su tutela, luchaba contra el absolutismo civil, formando una cierta conciencia general. Su obra era fructífera, a pesar de la Inquisición y de la escolástica, dos fenómenos, tanto civiles como religiosos de la época. Y sobre el indígena, esta acción fue siempre noble y cristiana. Desde La Gasca hasta Toribio de Mogrovejo —el santo obispo de Lima—, la religión defendió a la raza vencida de la excesiva tiranía española. Los sínodos provinciales dieron sabias y caritativas reglas para la conversión y dominación —gracias a una benevolente tutela— de los indígenas. Y, en lucha continua entre el indígena sometido y el español insaciable, el catolicismo siempre defendió el derecho natural y cristiano del primero, con tenacidad. El clero fue, por lo tanto, un elemento de cohesión, un mecanismo de equilibrio social. Sus integrantes «fueron —para los indígenas— ministros de la paz que buscaban sustraerlos a la vara de hierro de sus opresores. Donde hubiera injusticias que combatir, o acciones culpables que estigmatizar, se les veía en la lucha, intransigentes en su deber»

(Vizconde de Bussière, El Perú y Santa Rosa de Lima, 1863). Viajeros como Frézier, Jorge Juan y Antonio Ulloa nos hablan siempre de la acción excepcional de los jesuitas, aun en tiempos de la decadencia del clero.»

Hugo Neira
04 de marzo del 2024

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