Juan C. Valdivia Cano
Mariátegui y las izquierdas (II)
La racionalidad marxista y el carácter religioso
Se ha considerado siempre que la obra de Mariátegui es fundamentalmente política. Pero no siempre se ha tenido en cuenta que, incluyendo al propio Mariátegui, nuestro problema es también fundamentalmente moral; suponiendo que se puede hablar de elementos fundamentales en una obra polifónica y múltiple, sin «centros de determinación» (de poder). «Nuestro problema es político y moral», decía Mariátegui en Defensa del marxismo; tal vez por la siempre gran distancia entre una y otra. Probablemente aquello lo indujo a producir ese intempestivo y contundente conatus ético que une política y religión; la desmaquiavelización unamunesca de la política (desjesuitización), que es en Mariátegui un momento de su fuga del racionalismo. Y no a pesar de ello, sino por el mismo deseo de indagar por este conatus, no cabe hacer una disyunción en este punto: la racionalidad marxista de su política y el carácter religioso de su visión del mundo son “una sola cosa, un único proceso”.
El análisis del dogmatismo –ciencia instituida, heredera de una religión instituida– puede servir como recurso crítico y constructivo en esta faena de doble vía: una teórica, por ejemplo, que debe conducir el análisis lejos de las censuras entre «buenos» revolucionarios y «malos» pequeños burgueses y burgueses enteros, al terreno histórico del que salió el dogmatismo, su genealogía, formas específicas de manifestación, diferencias, analogías. Si se acepta que tal fenómeno no apareció un mal día, de la noche a la mañana, reproducida mágicamente en la cabeza de los camaradas de un partido.
Partir de sus manifestaciones actuales o pasadas, dentro o fuera de la lucha por el poder. Recorrer sus caminos y todas sus estaciones ideológicas triunfantes, sus mecanismos de extensión y vulgarización en todos los matices de la vida social. Si la crítica de la religión es la premisa de toda crítica (Marx), habrá que preguntarse aquí por nuestras diversas formas de religión, incluidas las racionalistas; por nuestra religión materialista —la ideología científica, el positivismo universitario— y nuestra propia ideologización.
Otra extra-teórica, donde la teoría se difumina, «calca» a Mariátegui y deviene una expresión cualquiera de la aventura —o el paseo— del viejo y el nuevo nomadismo: la apología del clown, del bohemio, del pioner, de Juana de Arco, Isadora o Chaplin: la familia mariateguiana, de Vallejo y Eguren a Martín Adán y el caballero Valdelomar; de Ingenieros y Vasconcelos a Bergson, Sorel, Unamuno, Croce, Gobetti, Nietszche, Marx, Freud, Rolland, Barbusse, Cendrars, Bretton, Gide, George Brandes, Ortega o Ramón del Valle Inclán, de Gorki, Lunatcharsky, Tolstoy y Sergio Essenin a Rilke, Grosz, Papíni, Pirandello, Panaít Istrati, Tagore o Mahatma Gandhi. Y todas las planicies, rupturas y devenires imaginables. GiIles Deleuze, una vez más: «Se escribe la historia, pero siempre desde el punto de vista de los sedentarios y en nombre de un aparato de Estado aun cuando se habla de nómades. Se trata de apoyarse directamente en una línea de fuga que permita hacer estallar los estratos, romper las raíces y efectuar las nuevas conexiones». Mariátegui como multiplicidad. Mariátegui como «línea de fuga».
De vuelta al tema de la moral, hay que preguntar también por el movimiento que ha hecho posible la cómoda y paradójica asociación del acto creativo con la fidelidad a la doctrina: el dogmatismo. Octavio Paz ha hecho a este propósito una de las más tajantes reivindicaciones del tema de la moral: «Nosotros todavía no aprendemos a pensar con verdadera libertad. No es una falta intelectual, sino moral: el valor de un espíritu, decía Nietzsche, se mide por su capacidad de soportar la verdad. La crítica del otro comienza con la crítica de uno mismo».
Una ética moderna no se reduce al estudio de las maniqueas diferencias y los no siempre evidentes límites entre el «bien» y el «mal» de la moral cristiano burguesa. Incluye la reflexión sobre los fines y el sentido de la vida. No parece haber desacuerdo en el campo progresista: están los enemigos comunes, las buenas intenciones unitarias, el punto de vista nacional sin alineamientos ni alienaciones, etc. Sin embargo las cosas siguen siendo tercamente mezquinas (problema moral). Aunque una vez más se ha descubierto -Eureka!- el origen de todos los males de la izquierda: como hace cincuenta años o más, lo que falta es Programa: estrategias, alianzas, correlaciones, cálculos. Siempre cálculos.
La noción del mariateguismo que habíamos tomado como punto de partida crítico al comienzo de este artículo, continúa con un listado de características. Tiene el mérito de hacer explícita cierta concepción del mariateguismo, lo que posibilita la discusión por un lado; y por otro, la ventaja de reproducir una de las imágenes de Mariátegui más difundidas: «En síntesis, el Mariateguismo, vía nacional al socialismo, se sintetiza en: (pidiendo disculpas al lector por la cacofonía ). 1) La afirmación de que la Nación en formación es una tarea inconclusa; 2) La lucha por la Revolución Agraria Comunal, como solución a la cuestión indígena. 3) El planteamiento de la descentralización regionalista en el marco del Estado Democrático Popular; 4) El señalamiento de la gestión de los trabajadores en la economía; 5) El antiimperialismo de raíz y destino socialista; 6) La afirmación estratégica de la independencia nacional.
Es innegable que cualquiera de estos problemas fueron importantes para Mariátegui o para cualquier socialista. Pero, ¿define el mariateguismo eso de que «la Nación en formación es una tarea inconclusa», o «el señalamiento de la gestión de los trabajadores en la economía”, o «la afirmación estratégica de la independencia nacional» o «el anti imperialismo de raíz o destino socialista»? Y si es así ¿por qué no llamarle simplemente socialismo y no mariateguismo?
Estos caracteres «sintéticos» pueden servir para un programa político, pero son extremadamente generales para caracterizar la concepción, el aporte individual y el significado original de la obra de Mariátegui, eso que Eudocio Ravines llamaba peyorativamente «amautismo». Por otro lado, no se ve cómo estas características, tal como están enunciadas, implican la existencia de aportes originales, genuinos, singulares, «creativos», «heroicos» por parte de Mariátegui, lo que sería imprescindible hacer explícito, tratándose, en este caso, de precisar los rasgos de una adaptación original del marxismo, y no del programa de un grupo político.
Pero el hacer explícita la concepción que subyace a una obra, como la de Mariátegui, escapa al orden de lo estrictamente político para abrazar una multiplicidad de campos cuya complejidad de conjunto hace difícil incluso hasta su misma nomenclatura. Por pura convención llamaremos «instrumental» a este problemático intento de explicitación de la visión del mundo de Mariátegui. Esta visión que sin ninguna reverencia ni transición, hace uso de cualquier arte o disciplina, sin más condición que la de servir con alguna eficacia a su objetivo, y no necesariamente en forma disciplinada, académica.
El problema de la representación del mariateguismo sería, por tanto, para esta perspectiva, esencialmente instrumental y no político, por lo menos en el sentido en que lo político ha sido practicado desde siempre entre nosotros, incluidos los socialistas y su tradicional empeño en reducir la multifacética concepción de Marx a la «toma del poder», a los problemas de táctica y estrategia casi exclusivamente sindical y electoralista. Tal vez subsiste aún la confusión de sentido entre la revolución y el amotinamiento; este último, como dice Ortega y Gasset, «dirigido a poner fin al abuso y no a la transformación de los usos, costumbres, creencias, hábitos de vida, que caracteriza a las revoluciones».
Se puede contestar polémicamente a lo anterior que, partiendo de las propias afirmaciones de Mariátegui, «convicto y confeso» marxista, la pregunta por su concepción del mundo peca de ociosa cuando menos. Sin embargo subsisten aún problemas derivados de la radical novedad del marxismo frente a su propia tradición cultural. Cabe preguntarse, por ejemplo, si desde el punto de vista filosófico, pedagógico, psicológico, ¿sería el marxismo una ideología en la visión de Marx?. ¿Se puede hablar de ideología, de doctrina, de ortodoxia en relación al marxismo de Marx? No, pero los discípulos hicieron una ideología con esa visión.
A mi modo de ver, el marxismo tiene en la historia de las ideas una función paradójica -lo que puede explicar sus efectos muchas veces contrapuestos, (entre ellos, por ejemplo, que personajes como Gramsci y Stalin se reclamen igualmente marxistas, o Mariátegui y Guzmán). El marxismo, sin embargo, es una ideología para desideologizar, un «ismo» que hiere de muerte a todos los «ismos», un paternalismo que invita al parricidio. ¿Cómo puede ser difícil aceptar, a esas alturas, que más cerca del espíritu de Marx se encuentra quien más autonomía o dignidad alcanza y no quien más fidelidad a la doctrina guarda? ¿No es éste el caso de los marxistas más interesantes de los años veinte y treinta? ¿No es la lección de autonomía política y espiritual de Mariátegui su más grande enseñanza?
La pregunta por la concepción de un individuo libre, es la pregunta por el proceso de su independencia mental y el papel de todas sus fuentes en este proceso emancipatorio. A través de Mariátegui se ha hecho más palpable esa especie de radicalismo pedagógico que caracteriza el método de Marx, el espíritu implícito en su obra más que sus «ideas sueltas». “El maestro radical, no toma nada en serio sino en relación con sus alumnos -ni siquiera a sí mismo”, dice Nietzsche. Y si escribe no lo hace por acumular seguidores, sino para que estos se apoderen de sí mismos y construyan su propia identidad. No un parcial autoconocimiento individual o psicológico, sino cierta ubicación física y metafísica en la vida de su época. Si «conócete a ti mismo» también es la fórmula cultural para el socialismo (por lo menos en el de Gramsci, Reich, Fromm, Benjamin, Lukács, Luxemburgo, Mariátegui) lo es en este sentido completamente abierto.
El marxismo como ideología, como «ismo», no escapa tampoco a la influencia de su propia época, de su propio medio; al etnocentrismo y el racionalismo positivista decimonónicos por ejemplo. Pero lleva en sí los medios que permiten superar tales influencias, porque en rigor no es más que un medio, un camino, un instrumento. Como afirmaba Lukács en su momento, un método. Esta es toda la ortodoxia. No un modelo sino, más bien, una «caja de herramientas» (Foucault). «La experiencia es el problema de la metafísica. La metafísica comienza por resolver una cuestión previa: su método. La metafísica comienza por ser metodología» (Ortega), «El método no preexiste a la investigación, sólo puede describirse después de haberlo andado» (Josep Pla). «El vehículo es el viaje, el medio es el mensaje» (Mc Luhan ). «Método significa violencia hecha a los hábitos de relajamiento. No puede comunicarse por escrito. El escrito da la pista de los caminos: otros caminos siguen siendo posibles; la única verdad general es la subida, la tensión inevitables» (George Bataille, que no podía dejar mal a su apellido).
Especialmente importante entre nosotros, el marxismo concebido como método en la obra mariateguina, parece marcar el largo final de una tradición cuatricentenaria de mimetismo y servidumbre intelectual en la forma de adopción de las ideas foráneas. Un movimiento, un provechoso servicio: de transmisor y mecanismo crítico de la cultura europea y mundial, a instrumento de reconocimiento de la propia cultura.
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