Jorge Valenzuela

Un lugar como este

Un lugar como este
Jorge Valenzuela
21 de enero del 2015

A propósito del primer libro de Carlos Arámbulo.                       

Dentro de la gran tradición del relato latinoamericano, la creación de topografías imaginarias ha cumplido un papel decisivo al momento de construir una imagen de nuestro continente. De hecho, si nos acercamos a lo latinoamericano a partir de Rulfo, García Márquez o de Onetti, lo comprenderemos en gran parte gracias a las geografías que construyeron en libros como Pedro Páramo, Cien años de soledad o La vida breve. Ahí tenemos a Comala, Macondo y a Santa María y, como mentor de todos estos lugares, a Faulkner con el condado de Yoknapatawpha. Ese condado hecho de palabras, al sur de los Estados Unidos, es el padre de todos los pueblos y ciudades imaginarias que se formaron desde los años cuarenta y, después, con el boom.

La propuesta de Carlos Arámbulo (Lima, 1965) con su primer libro de cuentos Un lugar como este (2014) tiene que ver, centralmente, con la idea de construir (a través de un ciclo narrativo, es decir a través de un grupo de cuentos que se articulan unos a otros y que comparten personajes, situaciones, espacios), precisamente eso, un topos, un pueblo que se funda y que, en el proceso de su desarrollo, genera un conjunto de personajes producto del medio (hostil, este caso) y de las circunstancias.

El libro da cuenta de la epopeya de los Medina, con el patriarca Mauro Medina a la cabeza. El pueblo, llamado Calderas (las connotaciones infernales están por todo el libro), ha sido arrasado por el mal y ha corroído la consciencia de todos los personajes. Por ello el universo que se construye es bastante mórbido. Es un universo negro, en el que las mujeres, por ejemplo, por ser infieles, pueden terminar sus días enloquecidas frotándose la vágina o, los hombres, ser capaces de las venganzas  más crueles.

La narración de las historias siempre se da en dos niveles. Primero, en el nivel objetivo que supone la  descripción del mundo circundante y, luego, la descripción de la interioridad, de los estados mentales que se manifiestan a través de una prosa llena de recursos poéticos como la comparación, la imagen, el símil, elementos  que hacen del libro una pieza literaria de alto valor estilístico. Aunque el influjo del medio sobre los personajes tiende un manto causalista y, por ello naturalista, este queda amenguado por el empleo de un lenguaje desafectado de esa estéril objetividad que caracterizó a los positivistas de fines del diecinueve.

De otro lado, estamos ante un libro que demanda mucha atención. El efecto poético que produce el lenguaje es muy sugerente y sitúa al lector en una atmósfera fuertemente subjetiva en la que las acciones y hechos se confrontan todo el tiempo con esa subjetividad que sirve como un balance a ese mundo verdaderamente despiadado.

El pueblo de Calderas pasa por un proceso de fundación (así como, por ejemplo, Macondo), sufre un diluvio, es refundado y termina desapareciendo. Hay una proyección cíclica en el universo de estos seis relatos que desarrollan lo que sucede usualmente en una novela. Por eso podemos hablar de un libro ambicioso.

Las técnicas que explota el libro son el contrapunto narrativo (hay momentos en los que en un mismo párrafo están narrando la misma historia un hombre y una mujer), los monólogos interiores y los soliloquios.

La narrativa peruana con este libro se enriquece y nos demuestra que hay una gran tradición latinoamericana que ha sido bien asimilada por nuestros jóvenes narradores, como Arámbulo, quien, por lo demás, acaba de ganar el Copé de Plata. Leyéndolo, podemos leer a Rulfo, a García Márquez y a Onetti y, por supuesto al maestro de todos: al maldito William Faulkner.

Por Jorge Valenzuela

21 - Ene - 2015

Jorge Valenzuela
21 de enero del 2015

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