Octavio Vinces

Transparencia y caída libre

Transparencia y caída libre
Octavio Vinces
02 de septiembre del 2014

Las escenificaciones que se montan para evadir el debate político

Quienes al actuar en política coquetean con la transparencia y la democracia participativa, y buscan así alejarse de unos partidos tradicionales y supuestamente anquilosados por sus estructuras anacrónicas, coquetean también con la tiranía y por eso pueden terminar representándola o pasándole la posta. De las ideas del pensador de origen surcoreano Byung-Chul Han —profesor de la Universidad de las Artes de Berlín y calificado como la «nueva estrella» de la filosofía alemana—, se desprende que la transparencia se opone conceptualmente al ideal de la práctica política. «La política es estratégica. Y, por esta razón, es propia de ella una esfera secreta.», escribe en «La sociedad de la transparencia» (Herder, 2013) un libro de pocas páginas, pero rico en ideas medulares.  Los partidos políticos buscan obtener el poder, y también mantenerlo pese a los embates de la oposición y las condiciones adversas que puedan presentarse, y para tal fin requieren desplegar una estrategia en la que el secreto es esencial. «Sólo la política como teocracia se las arregla sin secretos. Aquí, la acción política cede a la mera escenificación».

La estrategia y el secreto conllevan la observancia de unas reglas, de unas maneras implícitas, incluso de un código en el vestir que evoca la majestad del juego. Sin estos elementos, la política se deshace y se confunde con el abuso encubierto del poder. En el ajedrez el rey no ocupa el casillero del peón ni el del caballo. Tampoco pretende hacerse pasar por uno de ellos, utilizar su atuendo o imitar sus movimientos. Pero cuando los partidos políticos sucumben, sus organizaciones se desmontan y alguien busca convertirse en el «outsider» del momento, en realidad se está pateando el tablero. Una «escenificación» —para emplear los términos de Han— en la que algunos payasos enfatizan los rasgos que les hacen pretendidamente iguales a los electores, puede ser el inicio de la debacle. En los tiempos que corren, somos sus espectadores en cada nueva campaña electoral, con la proliferación de oradores enfundados en camisetas coloridas o atuendos típicos, de canciones pegajosas y de bailes estrambóticos, elementos que ayudan a rehuir del verdadero debate y a evitar el ajedrez. Esto es, sin duda, señal inequívoca de un deseo por ganar la partida sin observar las reglas. Sin jugar el juego, en realidad. Luego, no hemos de extrañarnos de tener presidentes que cierran el congreso, derogan de un plumazo la constitución o entremezclan el ejercicio de sus funciones con la dinámica de su relación marital.

Cuando esta actitud proviene de quienes, por su propia biografía, no están en condiciones de negar su pertenencia a la política tradicional, se está cometiendo un filicidio que nos recuerda al «Saturno devorando un hijo», la aterradora pintura de Francisco de Goya en la pinacoteca del Museo del Prado. El anciano Rafael Caldera, desbaratando el partido político que el mismo fundó y devorándose a los pupilos que formó, para hacerse de nuevo con la presidencia de Venezuela y terminar concediéndole el indulto a Hugo Chávez, es un caso emblemático. El de Alan Garcia, convirtiendo el APRA en el club de sus socios y amigos, también puede serlo.

En tiempos de elecciones no deja de ser conveniente pensar en este tipo de cosas. La influencia de la filosofía en la práctica política es prácticamente nula en nuestro tiempo y en nuestros países. Pero no por eso deja de ser un instrumento útil para percatarnos de la profundidad del barranco en el que se viene sucediendo nuestra caída libre.

Por Octavio Vinces

Octavio Vinces
02 de septiembre del 2014

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