Manuel Erausquin

Temple de acero

Temple de acero
Manuel Erausquin
28 de agosto del 2014

Semblanza del fallecido y valiente periodista Enrique Zileri Gibson

Cada época tiene a sus protagonistas, a personajes que deciden afrontar los desafíos que el destino propone con entereza y convicción. Asumen que luchar es mejor que vivir devorados por el miedo. Que ganar o perder puede ser lo de menos. Que lo importante es dar la cara y ponerle el pecho a las balas de turno. Sobre todo aquellas que son disparadas para desplomarse los sueños y la dignidad de la gente. Campo de batalla donde no hay negociación y se pelea sin tregua. Enrique Zileri Gibson sabía muy bien esto y cada número de la revista Caretas tenía que dar en el blanco del abuso político y la corrupción: única forma de hacer retroceder a los tentáculos de las sombras.

Así, con esa visión, lideró una manera de entender el periodismo en el país. El costo muchas veces fue alto, pero se resistía con un resplandor épico en una confrontación donde la decencia y las libertades del país estaban en juego. Las clausuras de la revista durante la dictadura de Juan Velasco Alvarado y su deportación no fueron algo retórico. Hubo consecuencias difíciles: lo subieron a un avión para que abandone a la fuerza su país. Deje a su familia y se las arregle como pueda en otras tierras. Y varios colegas, que creyeron en el modelo velasquista, se evitaron estos riesgos: durmieron cómodamente en sus camitas esperando el advenimiento de una ‘revolución’ para todos. La libertad de expresión y los derechos humanos no formaban parte del discurso. Más claro, échele agua.

Ese fue el escenario donde tuvo que lidiar Zileri, muchas veces sin el apoyo de personajes representativos del periodismo nacional. Situación frecuente cuando la gente empieza a creer en ciertas figuras mesiánicas que se autoproclaman salvadores de un país. Se olvidan de los principios fundamentales de una democracia, o mejor dicho se olvidan de la democracia y la entierran hasta nuevo aviso. Después salen a la luz pública a justificar cínicamente su traición.

Y en este recorrido histórico, el 5 de abril de 1992 fue emblemático: empezaba otra batalla por la democracia y Enrique Zileri Gibson estaba al pie del cañón. Parecía que eran infortunios superados, pero la institucionalidad -quebradiza pero existente- se reventaba de nuevo. Alberto Fujimori cerraba el Congreso con el asesoramiento de Vladimiro Montesinos: el dúo dinámico de la corrupción. Sus planes, direccionados a tener el control de todos los poderes del Estado y los medios de comunicación, tenían un objetivo pernicioso: perpetuarse en el poder durante todo el tiempo posible. Ahí, Caretas disparó a discreción reportajes que evidenciaban las oscuras aspiraciones de un régimen que terminó sus días ahogándose en su podredumbre. Y hoy ese ex presidente y ese ex asesor viven sus días en prisión. Un final sorpresivo para estos personajes, sobre todo para un país acostumbrado a ver que el crimen nunca paga. Aquí hubo excepción absoluta e histórica.

Es en esa lucha sin cuartel por los principios democráticos, donde la figura de Zileri expresa su mayor protagonismo y esplendor en el periodismo del país. Es cierto que su talento como editor poseía un alcance superlativo. La personalidad ingeniosa de sus carátulas manifestaban la línea editorial de la revista y cada reportaje tenía el sello de la primicia o el ángulo diferente, el que jamás otro medio tendría. Eso es algo innegable, pero su temple de acero para afrontar el huracán de las represalias políticas lo coloca por encima de todos los periodistas del país. Le duela a quien le duela.

En las dos oportunidades en las que estuve en esa legendaria revista recuerdo la intensidad de los días, que eran eternos. Cierres de amanecida que succionaban la vida de todos sin piedad. Y claro, a Zileri. Usualmente lo veía ordenando cambio de carátula en la sala de cómputo o demoliendo -verbalmente- a algún diseñador que naufragaba en la concepción gráfica que él ideaba.

Sin embargo, a partir de sus correcciones y sus gritos, dictaba cátedra y transmitía un estilo de hacer periodismo donde el objetivo central era presentar una información precisa y fundamentada. Lo de la ironía era el broche de oro en su imaginario periodístico. Por eso, la tristeza de su partida se acentúa más cuando uno mira el escenario local y sabe que como él no hay nadie. Que la generación que él representa hizo el aporte que tenía que hacer. Que una época culmina y otra empieza. Lo bueno es que deja una herencia en su visión de esta profesión para afrontar los desafíos de estos tiempos y de los que se avecinan. De esta manera, uno puede tener fe y creer que ese temple de acero saldrá a relucir cuando la situación lo exija.

(Mis condolencias a la familia Zileri y a todos los colegas de Caretas)

Por Manuel Eráusquin

Manuel Erausquin
28 de agosto del 2014

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