Raúl Mendoza Cánepa

Soledades

Sobre el suicidio del poeta italiano Cesare Pavese

Soledades
Raúl Mendoza Cánepa
02 de julio del 2018

 

Thoreau decía: “Jamás hallé compañera más sociable que la soledad”. Pero Walden, o su vida en los bosques, fue su disfrute. Hay la otra soledad, la no buscada. El poeta italiano Cesare Pavese la descubrió muy joven, cuando una bailarina con la que se había citado lo dejó plantado. Él la esperaba afuera del teatro, bajo la lluvia que picoteaba su paraguas, mientras ella fugaba de aquel encuentro por una puerta trasera del teatro. Pavese se enamora siempre y siempre da a parar al hoyo. Pierde la cabeza por la “mujer ronca”, una dama que le pide que reciba la correspondencia de su exnovio desde una cárcel. Es un preso antifascista, pero Pavese entrega el pecho valeroso por una cuota de cariño que nunca llegó a sus labios. Por ese gesto, el poeta es descubierto por la policía fascista y, creyéndolo involucrado, lo apresa. Primero la cárcel, luego el destierro, finalmente el perforador descubrimiento de que su amada se casó con su exnovio liberado.

"Todo el problema de la vida es este: cómo romper la propia soledad, cómo comunicarse con los otros", escribió en El oficio de vivir, un diario de la melancolía. Su gran oportunidad vino de la mano de una amiga extraordinaria y cálida, Fernanda Pivano, con la que hizo química, pero que le dijo “no” dos veces a su proposición de matrimonio (el poeta paciente registró las fechas: 26 de julio de 1940 y 10 de julio de 1945).

Fernanda, buena contertulia, era la mujer ideal para Pavese y a ella le dedica tres poemas sublimes "Mañana", "Noche" y "Verano". Fueron más dolores, pero su último amor no correspondido y fatal fue por una actriz, Constance Dowling, que tras rechazarlo se fue con un actor de Hollywood. Ella se casó, tuvo hijos y pasó al olvido. La recordamos solo por Pavese. Aunque se atribuya todo a su apariencia física, el poeta tenía escasas habilidades sociales: nervioso e introvertido. No busquen más. El 27 de agosto de 1950, Pavese llega al hotel de Turín. Pide realizar algunas llamadas. Tantea su salvavidas, pero Fernanda Pivano “no tiene tiempo”; la otra llamada la hace a una mujer que, a tenor de la telefonista, le dice: “No voy porque eres un cara larga y me aburres“. La salvación no dio señas y el poeta ingirió veinte somníferos. Fue hallado muerto en la noche.

El amor es impuntual, salvífico a deshoras para personajes como Pavese. Leía un artículo escrito en setiembre de 2008 por una poeta peruana, Rocío Silva Santisteban, en el diario La República (de allí me nació abordar el tema). Escribía entonces la poeta: “¿Puede alguien enamorarse de quien ha muerto muchos años antes de su propio nacimiento? Pues yo he pasado por ese trance: de hecho uno de mis primeros amores fue un hombre tímido, de anteojos como armaduras, de modales extraños, flaco y alto y feo, extremadamente nervioso, de ideas fijas y amores contrariados (…). Ese hombre se suicidó en un hotel de su tierra natal, en Turín (Italia), un domingo 27 de agosto de 1950: sufría, el hombre sufría demasiado por las nimiedades de una rutina solitaria. Y la muerte, que tenía tus ojos, llegó para instalarse en su cuerpo y empezar a corromperlo”. Dice: “Ese es el primer muerto del que me enamoré en mi vida”.

No sincronizaron, hubiera sido un romance entre poetas, de los que no se ven. Ironía del tiempo…. Cuando Pavese se suicidó a los 42, encontraron sus poemas inéditos en una gaveta y uno de ellos se tornó en inmortal (inspirado en Constance, aunque mereció ser para quienes lo amaron tarde):

 

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos,
esta muerte que nos acompaña
desde el alba a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un absurdo defecto. Tus ojos
serán una palabra inútil,
un grito callado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando sola te inclinas
ante el espejo. Oh, cara esperanza,
aquel día sabremos, también,

que eres la vida y eres la nada.

 

Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como dejar un vicio,
como ver en el espejo

asomar un rostro muerto,
como escuchar un labio ya cerrado.

Mudos, descenderemos al abismo.

 

Raúl Mendoza Cánepa
02 de julio del 2018

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