Raúl Mendoza Cánepa

Sin palabras

A propósito de un relato del japonés Haruki Murakami

Sin palabras
Raúl Mendoza Cánepa
12 de febrero del 2018

 

Recuerdo haber leído un breve cuento que solo me dejó memoria de su contenido, mas no de su autoría. Un hombre abordaba el bus todos los días para ver el rostro de su amada desconocida. La observaba desde el asiento trasero, con disimulo y rubor, un día tras otro, sin saber qué decirle. Ella rastrillaba su larga cabellera negra, pestañeaba adormilada, miraba de soslayo sin reparar en él. Él solo la amaba en silencio y a la distancia, en la parte trasera del bus y bajo aquel cielo neoyorquino. Día tras día, mes tras mes. Un viernes ella se bajó del vehículo, la puerta se cerró detrás. Él nunca más la volvió a ver. La distancia se interpuso en una historia de amor que nunca fue.

El cuento tiene un final tan hiriente como memorable. Cuando el 14 de febrero se convierte en un emblema comercial, bajo el pretexto de San Valentín, es mejor seguir porque que hay historias que zanjan y que no deberían ser leídas; como el celebrado cuento “Por falta de palabras”, de Haruki Murakami. Si bien, como dice Javier Marías, “todos somos sobras para alguien, porque es el azar el que nos junta”, hay encuentros portentosos, pero que duran tres parpadeos y que son para toda la vida, por más que se pierdan en el camino; el amor ideal que pasa y no ve, pero que perdura. El personaje de Murakami camina por una calle y de golpe se encuentra con alguien que sabe que es su pareja ideal. Solo le basta mirarla para tener esa certeza. Una intuición, una fe. En aquella concurrida esquina la mujer perfecta pasa despacio. El corazón de él late con velocidad, sus ojos clarean con una lumbre desmesurada. Son solo segundos y él no sabe qué decirle. No habrá otra oportunidad. “Por falta de palabras”... ella se aleja para siempre.

Ocurrido el trance, él descubre o imagina todo aquello que entonces le hubiera podido decir; es mucho más locuaz e imaginativo cuando es tarde. Quizás en un arrebato de locura atrevida le hubiera dicho precisamente que en alguna parte existe siempre la persona ideal que nos está destinada, y que ella era la indicada; pero era inútil. No todo es sincronía, es también sintonía ¿Qué le hubiera podido decir en un trance tan efímero como sustancial? Escribe Murakami: “Caminaba de este a oeste y yo de oeste a este. Era una bella mañana de abril. Ojalá hubiera hablado con ella. Media hora hubiera sido suficiente para preguntarle acerca de su vida, contarle algo acerca de mí, explicarle las complejidades del destino que nos llevaron a cruzarnos uno con el otro en esa calle en Harajuku, durante una bella mañana de abril en 1981”. Murakami continúa con la especulación de su narrador: “Se sentaron en la banca de un parque, se tomaron de las manos y contaron sus propias historias. Ya no estaban solos. La maravilla de encontrar y ser encontrado operó como un milagro cósmico”.

En el cuento del autor japonés, el deslumbrado joven sigue jugando con su imaginación y le plantea a la mujer: “Vamos a probarnos. Si realmente somos los amantes cien por ciento perfectos, entonces alguna vez en algún lugar, nos volveremos a encontrar…”.

La realidad tiene sus trampas. En alguna ocasión, ambos padecieron un mal que diluyó sus recuerdos, un mal de la memoria. Catorce años después, “una bella mañana de abril, él caminaba de este a oeste, mientras que ella lo hacía de oeste a este a lo largo de la calle del barrio de Harajuku en Tokio. Pasaron uno al lado del otro. El débil destello de sus memorias perdidas brilló tenue y brevemente en sus corazones”. Ambos supieron: “Ella es la mujer perfecta para mí. Él es el hombre perfecto para mí…”. ¿Podía él saber acaso de aquella sintonía que le hubiera prestado las palabras en aquel primer encuentro años atrás? “Pero se pasaron de largo, alejándose uno del otro, desapareciendo en la multitud para siempre. Sin palabras...”.

 

Raúl Mendoza Cánepa
12 de febrero del 2018

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