Darío Enríquez

Ser culto en el siglo XXI

Ser culto en el siglo XXI
Darío Enríquez
26 de octubre del 2016

El libro como fetiche

Las cima civilizatoria de los antiguos griegos no alcanzó como para que ellos tuvieran una palabra que significara “cultura” (Zaid, 2006), siendo la filosofía su expresión y actividad más cercana. Entre los romanos aparece, gracias al sabio Cicerón, la expresión cultura animi, que se refiere a que la filosofía cultiva el espíritu (Gallego, 2006), que propone un giro idiomático desde el cultivo de la tierra y la obtención de los nutrientes necesarios para nuestra alimentación a partir de sus frutos, con la exaltación de un espíritu cultivado.

Según afirma Ayn Rand desde su inocultable anticlericalismo, la religión es una filosofía primitiva. Nosotros agregamos, a partir de su frase, que la filosofía es a su vez un antecedente primitivo de la ciencia tal como hoy la concebimos. El cultivo del espíritu tiene que ver con la generación, descubrimiento, acumulación y transmisión intencionada, versada y productiva (léase “no estéril”) de conocimientos. No se cultivan plantas inútiles, para eso abunda la mala hierba y la vegetación silvestre sin que nadie les prodigue cuidados ni dedicación para ello.

Pero el término “cultura”, en su forma extendida, va mucho más allá. De las definiciones que nos ofrece la RAE (2012), rescatamos la segunda acepción: “Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.”. Así, ser culto en el siglo XXI debe alinearnos necesariamente con los conocimientos y grados de desarrollo artístico, científico e industrial de nuestra época. En tiempos de mundialización, el grupo social es toda la humanidad. Y tanto los modos de vida como las costumbres sufren un proceso de homogenización propio de esa mundialización, más allá de diferencias, asimetrías y desfases evidentes.

Hablemos de los libros. Ya en su magnánima ficción, Cervantes nos contaba “En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme”, sobre la enajenación de don Alonso Quijano al saturar su espíritu con fantásticas historias de caballeros. Jean Jacques Rousseau, uno de los máximos exponentes de la Ilustración, decía: “Odio los libros; solo nos enseñan a hablar de cosas de las que no sabemos nada”. Frederick Nietzsche, a través de su personaje Zaratustra, rechazaba las supuestas enseñanzas contenidas en los libros cuando sentenciaba que prefería “ser necio por cuenta propia a sabio con arreglo a pareceres ajenos”. Sin embargo, desde que en Occidente se empezó a usar el término cultura y su derivado “ser culto”, el contacto con la más variada literatura de calidad ha sido —y sigue siendo, pese a todo— una señal inequívoca de “alta cultura”, término que se contrasta con lo que se daba en llamar “cultura popular” (Folgarait, 2007).

Los libros fueron durante mucho tiempo el medio por excelencia para la labor de generación, descubrimiento, acumulación y transmisión de conocimientos, además de difusión de expresiones artísticas. Pero esta labor se hace mucho más intensa y masiva con la invención de la imprenta y la Primera Revolución Industrial, en los siglos XVIII y XIX. No es de extrañar que los libros fueran asociados entonces a la cultura y a “ser cultos”. La Segunda Revolución Industrial, ya en el siglo XX, abre nuevos espacios mediáticos con la aparición del cine, la radio y la televisión. El advenimiento de la revolución informática define, con mucha mayor contundencia, la reducción del libro a uno más de los tantos medios disponibles para la difusión cultural. Ya en pleno siglo XXI, el libro se incorpora al circuito multimediático, a la explosión de las telecomunicaciones, a Internet y a las redes sociales.

De este modo, nuestro tiempo hace que “ser culto” vaya más allá de lo que podría denominarse “cultura literaria”. Se incorporan la ciencia y la industria. Hay una “cultura científica” y también una “cultura industrial”. Una persona culta del siglo XXI no necesita recitar de memoria los versos de la Divina Comedia o dominar la cronología y los autores del Siglo de Oro español. Pero sería fatal que su sensibilidad sea indiferente a la entrada a la atmósfera del plutonio del primer robot de origen humano. Tampoco sería mínimamente aceptable que no sepa con cierta precisión y profundidad cómo funcionan las computadoras, conociendo por cierto su cronología desde la ENIAC hasta los teléfonos “inteligentes” de hoy. Podría tolerarse en ella un conocimiento relativamente superficial del boom latinoamericano en la literatura del siglo XX, pero sería imperdonable que no domine la lógica de la producción industrial, la economía de escala y el funcionamiento del mercado.

Puede que una persona culta no sea capaz de explicar cómo funciona una imprenta tradicional o la máquina de vapor, pero debe saber lo que es un motor de combustión interna, un procesador de texto y una hoja electrónica de cálculo. Quizás disfrute como pocos con la energía telúrica que emerge de los versos del inmortal César Vallejo, pero eso casi no tendrá importancia si no sabe “bajar” aplicaciones a su celular, y usarlas en forma eficaz. En efecto, nunca bastó comprar libros para ser cultos, también había que leerlos. Ahora ni eso es suficiente. El libro, por el uso que algunos culturosos le dan, ha terminado siendo un fetiche. La abundancia de información —ya sea impresa, electrónica, oral o de cualquier tipo— nos exige ser mucho más selectivos que antes. “Ser culto” nos exige participar activamente y en un contexto multimediático, en el proceso de generación, descubrimiento, acumulación y transmisión de conocimientos. También ser selectivos en el disfrute de expresiones artísticas, tan diversas y abundantes en esta civilización del espectáculo vargasllosiana.

 

Darío Enríquez

 
Darío Enríquez
26 de octubre del 2016

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