Raúl Mendoza Cánepa

Rumbo al bicentenario

Rumbo al bicentenario
Raúl Mendoza Cánepa
11 de abril del 2016

En el Perú todo queda en manos de los políticos y la burocracia

Ayer el Perú eligió nuevamente. Y no voy a referirme al resultado, pues mientras estas líneas se trazan, ignoro quién se llevó la banda o quiénes competirán por ella en una segunda vuelta. En todo caso, debemos comprender que el Perú está por encima de sus gobernantes, de sus líderes y de las desarticuladas decisiones que tomamos, como colectivo, con relación a la dirección de los asuntos públicos. Finalmente, si hay un tema que llama a la desazón es la sensación de un país que se muerde la cola girando en redondo sobre sí mismo, lustro tras lustro.

La política en el Perú está impregnada de realismo mágico. Hacer posible lo imposible es una tarea que los ciudadanos encargan a sus políticos con desmesurada ilusión, como si solo de ellos dependiera la bonanza del futuro. ¿Por qué esperar tanto de los políticos? ¿No se necesita más bien poner atención en los líderes económicos, científicos y culturales? ¿Por qué reincidir en la idea de que el Estado y sus funcionarios lo pueden todo?

El problema del exceso de fe en la política es histórico, pues nació en los orígenes de la República. El catolicismo español —definido por el jerarquismo, la preeminencia de la autoridad y la sanción moral del éxito— incidió en que el eje de la vida republicana fuera el poder: los individuos debían tomar un papel pasivo en el desarrollo social. Mientras ello ocurría, Estados Unidos, con raíces culturales en el protestantismo anglosajón, forjado por la conquista de territorios inhabitados y en la idea de que el éxito es la mejor prueba de la gracia divina, puso énfasis en la libertad individual. Dos caminos divergentes con resultados distintos desde el punto de vista de la organización social.

Usando categorías de Max Weber, la religión de fundamentos liberales definió el rudo individualismo norteamericano. En el Perú, las raíces culturales latinas incidieron en la formación de una cultura en la que el Estado es el eje de todo. De esa manera, todo queda en manos de los políticos y de sus entrañas burocráticas. Incluso las constituciones no fueron pactos sociales, sino que se creaban para legitimar a los gobernantes. Se convirtieron en hitos fundacionales y no en lo que debían ser: cartas de derechos. Se constituyó así una cultura en la que el poder era más importante que los individuos.

Los gobernantes aprendieron que era más fácil vulnerar las reglas y tomar el poder por la fuerza. Como decía León Duguit, los hechos fueron siempre más fuertes que los textos. Es fácil entender por qué de las doce constituciones de la historia republicana (y de los diversos estatutos provisorios) solo tuvieron vigencia real, en términos de Loewenstein, las cartas de 1860, de 1979 y de 1993.

Así, navegamos sin faro y sin concierto. La baja aprobación popular de los gobiernos y de las autoridades e instituciones públicas es el descontento que sigue a las expectativas sobredimensionadas de los ciudadanos en la política y en los políticos. Ante ello, es prudente pensar que la promesa de la vida peruana no está en los discursos ni en las ofertas de los candidatos y gobernantes, sino fundamentalmente en el empuje, el emprendimiento y la inventiva de millones de ciudadanos libres que bregan individual y silenciosamente por “labrarse un futuro mejor”.

 

Raúl Mendoza Cánepa

 
Raúl Mendoza Cánepa
11 de abril del 2016

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