Rocío Valverde

Pedro Navaja Automática en Lima

Pedro Navaja Automática en Lima
Rocío Valverde
23 de mayo del 2016

Delincuentes, sicarios, tiroteos y granadas en nuestras calles

Yo vivo en una eterna paranoia desde que resido fuera del Perú. Todos los días, al despertar, lo primero que hago es abrir los portales de noticias y leer si ha habido un temblor o algún terremoto, si un autobús se ha precipitado al vacío, si ha habido balaceras o si han asaltado alguna couster en la ciudad. Si alguna de esas cosas ocurre entonces, para poder ser una persona útil a la sociedad y no delirar fabricando tenebrosos escenarios durante las siguientes ocho horas, tengo que llamar a mi casa y escuchar a mi madre decirme con cierto hastío: “Sí, Rocío, todos están bien”.

Esta semana hice lo mismo: pasé revista a todos los periódicos y casi seguí mi camino, casi fui indiferente, casi no pestañeé, casi lo tomé como un hecho adornado de cotidianidad. El portal titulaba “Escolar es asesinado de dos balazos frente a su familia”. Un escolar había sido baleado en San Juan de Lurigancho en un asalto bastante confuso y lleno de cobardía. El dinero del adolescente no fue suficiente para los malnacidos, hijos de la nada y con un nivel de empatía que borda la psicopatía. Sentí que pude haber sido yo hace diez años, que perfectamente podría ser mi sobrina ahora o que podría ser mi sobrino dentro de otros diez años.

Mi psicosis empezó en el 2006. Cuando tenía quince años fui asaltada a tres minutos de mi casa por un ladrón vestido con un terno negro y que apretaba contra su pecho un maletín negro, con un broche dorado. Él me cogió del hombro preguntándome por la calle Cifuentes y no me dejó ir. Era sábado y yo regresaba de pasar la mañana en el colegio, llevaba encima una mochila con un monedero que tenía 80 céntimos, una botella vacía de Frugos, un lapicero azul y el móvil viejo (modelo ladrillo) de mi madre, porque el mío había sido robado la  semana anterior, a pesar de mi forcejeo a cuerpo limpio con otro ladronzuelo. Este ladrón de corbata pensaba que era una estudiante de medicina y quería mis libros. Al ver que no tenía nada me dijo que siguiera caminando recto y que me fuera a paso ligero, no sin antes amenazarme para que no gritara ni girara a verlo. Nunca más volví a detenerme para ayudar a algún perdido transeúnte.

 Al año siguiente mis padres, abuelos y hermano me despidieron del aeropuerto mientras yo lloraba, como la cría que era, con un ticket sin retorno hacia Madrid. Al principio llamaba a mis padres casi todas las semanas y preguntaba por la salud de mis abuelos y por el menú del día. Luego, año tras año, mis preguntas se incrementaban: preguntaba ahora qué tal estaban por casa y si iban a salir. Si mi madre me contaba que iba a salir con mi abuela, entonces le pedía que por favor cerrara la puerta con llave y dejara a mi perro en la cocina.

Meses más tarde empezarían a robar a los taxis, lanzando bujías a los cristales cuando el semáforo se ponía en rojo y el tráfico se congelaba con el pitido sin razón de las bocinas. Después llamaba a casa para preguntar si era necesario que salieran a la calle. Al mes siguiente, los puestos de periódicos de las esquinas de Lima se ilustrarían con las historias de las desmemoriadas personas encontradas en jardines, víctimas de la burundanga. Con esta droga imperceptible inundando el Perú, mi atormentada imaginación estaba en éxtasis. Mis llamadas se volvieron interdiarias.

Vinieron, unos años más tarde, los secuestros express y los secuestros “bamba”, y los asaltos a las combis por parte de granujas pistolas en mano. En ese momento le pedí a mi padre que dejara de tomar microcombis, comencé a bombardear a mis padres con correos y cambié mis tarjetas telefónicas por una cuenta ilimitada de Skype.

Ahora tengo la percepción de que en las calles ya no quedan ningún Pedro Navaja, ahora todos son Pedro Automática. Tiroteos en pleno centro, sicarios adolescentes matando sin miramientos o asco alguno, bandas asesinando por dominios de venta de droga, granada aquí y granada más allá amedrentando empresarios, y un largo y escalofriante etcétera. Desde hace tres años me despido de la misma manera: “Mamá cuídate, cuídense todos, cuidado con los rateros y cuidado con los carros. Chau, chau mama”. La evolución que ha experimentado mi despedida no es la “percepción” de un títere de guante, sino el reflejo de la incapacidad de este gobierno inútil e insultantemente torpe.

Lima se ha vuelto una ciudad más violenta, a la par que mis alucinaciones se han vuelto más reales. Mi paranoia y la de miles de familias se intensifica mientras que las despedidas se llenan de congoja y recelo. ¿Cuántos de nosotros vivimos con el corazón a punto de dar un pálpito de más? Quedan 69 días para que se vaya el clan Humala-Heredia. ¡Que alguien tome las riendas de este caballo de paso llamado Perú que se ha desbocado!.

 

Rocío Valverde

 
Rocío Valverde
23 de mayo del 2016

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