Fernando Vigil

Oro y bosques verdes

Oro y bosques verdes
Fernando Vigil
25 de febrero del 2016

Estado de bienestar en el debate electoral

Como ya es costumbre en toda campaña electoral las propuestas populistas no pueden faltar si desean ganar las elecciones por vía democrática. Ahora, ha saltado a la palestra la necesidad de construir un “estado de bienestar”, lo que más o menos significa instaurar el paraíso en la tierra.

Los candidatos que representan a la izquierda –desde su vertiente más extrema hasta la más mesurada– se presentan en esta elección como los mesías llamados a salvar al Perú. Sin embargo, a través de estas propuestas demagógicas más bien podríamos catalogarlos con temor como “ingenieros sociales”.

Puede que tengan las mejores intenciones para con los peruanos menos favorecidos, pero querer edificar un megaestado benefactor al mismo estilo europeo es un error, pues las crisis ante la que hace algún tiempo muchos de estos países han sucumbido nos deja evidencias de que un estado de bienestar termina derrumbándose porque es económica y moralmente inviable. El famoso refrán “el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones” cobra valor ante esta clase de populismo.

Rechazar el “estado de bienestar” no significa rechazar el bienestar de la personas. Nuestra propia experiencia nos demuestra que los hombres estamos orientados naturalmente hacia la búsqueda inexorable de la felicidad, y para alcanzarla usamos todos los medios posibles que nos permitan satisfacer nuestras necesidades. Esta felicidad, la cual es más bien temporal es lo que podemos calificar como bienestar. Este concepto subjetivo varía, pues existen distintas formas de buscar la felicidad como tantas personas en el planeta existan. En este sentido, el Estado no puede decidir sobre el proyecto de vida de cada persona. El Estado no debe dar al hombre el bienestar, sino debe darle la seguridad que éste necesita para que por sus propios medios pueda alcanzar su bienestar anhelado. Para esto, es indispensable que el estado deba limitarse exclusivamente a sus funciones originarias –tal y como lo concibiera Adam Smith– de seguridad, justicia y obras públicas, a la par de garantizar el respeto y protección de la vida, la libertad y la propiedad; todo lo cual es indispensable para incentivar las iniciativas individuales que permiten crear riqueza.

En un estado de bienestar esto no ocurre. Los incentivos, las iniciativas y la responsabilidad son aniquilados lentamente por las dádivas estatales; lo cual a la par del crecimiento elefantiásico del Estado, el incremento de la carga tributaria al contribuyente y los subsidios a los productores poco productivos, destruyen la economía, y lo que es peor, a la mentalidad del hombre, quien se ve adormecido ante la creencia de que el Estado existe para proporcionarle gratuitamente todo lo que necesita, desde el vientre de su madre hasta el ataúd.

Esto fue lo que ocurrió con Suecia y el “exitoso” estado de bienestar que todos evocan, el cual se derrumbó a principios de los 90 debido a la expansión sin medida del Estado que llegó a gastar cerca del 70% de su PBI. Para sostenerlo elevó los impuestos y otorgó subsidios a diestra y siniestra (lo que redujo los incentivos para el trabajo) y colocó al sector privado y a la sociedad en una situación crítica. Por eso, se tuvo que instaurar un modelo de austeridad, de impuestos bajos, de desregulación laboral, colaboración público-privada (salud, educación y pensiones), competencia, libertad de elección, etc. En suma, un sistema basado en la libertad económica.

Los suecos ya no creen más en las promesas de gobernantes y políticos que ofrecen “Guld och gröna skogar” (oro y bosques verdes), como suelen llamarle a las promesas desmesuradas. ¿Y nosotros?

Fernando Vigil

Fotografía: MALDEOJOfotos
Fernando Vigil
25 de febrero del 2016

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