Eduardo Zapata

Odebrecht y nuestra escuela

Odebrecht y nuestra escuela
Eduardo Zapata
08 de junio del 2017

Inculcar en los niños el valor de la propiedad

Cuando los canales de la televisión mostraban las asquerosas entrañas de la corrupción, presentando a don Vladimiro con connotados y no tan connotados personajes hermanados por montañas de dinero, resultaba imposible dejar de pensar en los efectos sociales que la reiteración de dichas imágenes podía causar. Uno de los canales, por ejemplo, anunciaba para su programa dominical nuevos destapes —durante toda una semana— mostrando la imagen de un conocido abogado implicado paseando en yate, con una gruesa cadena de oro al cuello y rodeado de bellas muchachas.

En un país con frágil institucionalidad y con una justicia poco justa, esta muestra audiovisual multiplicada durante meses constituía más que una sanción, una invitación para imitar arquetipos. Por falta de una debida autorregulación y seguramente en aras del rating, nuestra televisión —sin quererlo, ciertamente— se convertía en una pedagógica herramienta para la corrupción. Recuerdo haber escrito en esos tiempos un artículo sobre el particular.

Y he aquí que las sanciones penales impartidas no constituyeron freno alguno para la corrupción. Por el contrario, la gradual y creciente bonanza económica del país y una descentralización irracional propiciaron una metástasis de la corrupción.

Y si es usted padre de familia o simplemente persona curiosa, revise los libros de colegio. No hallará ni una sola palabra sobre el concepto de la propiedad, valor esencial de toda convivencia civilizada. Al parecer, la escuela tampoco entiende la importancia capital de este valor.

Porque tener claros los conceptos de mío, tuyo y nuestro (e interiorizarlos desde los primeros años) permite empoderar axiológicamente al niño y hacer que tenga claro que lo tuyo no es mío y que lo nuestro no es de quien se lo apropia, sino lo es del nosotros.

Nuestra corrupción empieza en nuestra conductas cotidianas, no se restringe a los políticos ni al Estado, sino que se expresa a diario —ante la ausencia del concepto de propiedad— en la invasión de terrenos, la ocupación de espacios públicos, la minusvaloración de lo diferente, nuestro modo de manejar metiendo el carro, los tropezones que sufrimos en la calle sin disculpa alguna. Y cómo no, en las evasiones tributarias, en colusiones indebidas, en engaños al consumidor…

Ojalá que la escuela y la sociedad civil toda perciban la ausencia de este valor. Porque a fin de cuentas—–y lo dicen los etimologistas— la palabra corrupción proviene de corruptio, que a su vez se configura con el prefijo con, que es sinónimo de junto, el verbo rumpere que equivale a “hacer pedazos” y el sufijo –tio, que alude a efectos. De modo que la corrupción —en sentido amplio— nos involucra a todos y hace pedazos la convivencia civilizada.

Aun cuando sean voces minoritarias, quiero añadir la versión de otros etimologistas, que señalan que corrupción viene de las raíces latinas Cor y Rumpere: corazón y romper. Pienso sobre todo en los más jóvenes, y pienso que los actos de corrupción que se están ventilando pueden terminar por rompernos el corazón. Por romper, incluso, nuestra fe en la democracia.

A la justicia se le pide el debido proceso y la sanción ejemplar. A los medios de comunicación se les pide investigación seria y mesura. Y a la escuela, por favor, que inculque en los niños el valor de la propiedad.

Nota del autor. Este artículo fue publicado en este mismo espacio anteriormente. El tiempo y la dantesca corrupción que estamos viviendo no hacen sino confirmar lo dicho. Hemos preferido optar —escuela y sociedad— por valores como solidaridad, inclusión, tolerancia y multiplicidad de enfoques de equidad carentes de sustento si no se ha interiorizado debidamente el concepto de propiedad.

Eduardo E. Zapata Saldaña

 
Eduardo Zapata
08 de junio del 2017

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