Rocío Valverde

Ni una menos

Ni una menos
Rocío Valverde
15 de agosto del 2016

La historia de Carla, una esposa ejemplar

"Felicidades señora, ha sido una niña". Con estas palabras empieza la vida de una niña, su llanto reboza de vida la sala del hospital. Carla, la madre, ríe brevemente marcando cada arruga que protege las esquinas de sus ojos. Estas arrugas no han sido provocadas por mares de carcajadas compartidas con un confidente ni por la sorpresa de encontrar un ramo de girasoles aún con gotas de rocío en el día de su cumpleaños. No, esas arrugas queman y están cuarteadas a base de sufrimiento. Como bien escribió Juan de Dios Peza, esa mujer llamada Carla está lanzando a la faz un relámpago triste: la sonrisa.

Carla se dio cuenta de que era mujer cuando, allá por años inmemorables, le dijo a su padre que de grande quería ser bombera porque así ayudaría a personas como la señora Juana, que vivía en la esquina y murió quemada tras una serie de raros golpes que parecían provenir de su bombona de gas, justo en el día que jugaba Alianza Lima contra Cristal. ¡Qué mala suerte! Entre la celebración y el reviente de perdigones de los chicos de la cuadra nadie escuchó esos ruidos. Su inocente mente no sabía que el esposo de la señora Juana era un ferviente hincha de Alianza Lima y no soportaba bien las goleadas a su blanquiazul. Esa noche "se le pasó la mano", como dijeron varios vecinos, y así entre botellas, puñetazos y gasolina terminó la vida de Juana.

Carla creció en un hogar lleno de amor, con un padre que mostraba su adoración por Carla y su madre. Domingo a domingo Carla crecía, hasta que un día sopló las 18 velas de su pastel de chocolate. Y junto con el cumpleaños le llegó su primer empleo: mesera de un restaurante cerca al Jirón Quilca. El primer empleo, su primera historia de acoso, y la primera vez que calló. Verás, el dinero suele ser esquivo en los hogares donde prima la felicidad, así que nadie podía saber lo que le hacía el cincuentón cajero a Carla; porque, siendo el primo del dueño, podía echarla del trabajo en un plis plas. Carla pensó que, por último, quizás la cocinera Perla tenía razón: "Es que tú no te haces respetar. Además, así son los hombres, pues, qué quieres que haga". Quizás a su vecino se le pasó la mano y quizás ella había provocado al cajero. Es tu culpa, Carla se convenció a sí misma.

Perla era una mujer distinta, a los ojos de Carla; ella era una muchacha salerosa, de sazón potente y de temperamento corto. Por eso a ella la respetaba el cajero. Ella tenía un novio abogado, con cara de pocos amigos y con los ajos en la punta de la lengua. Perla, con ese genio, decidió un buen día que se había cansado de escuchar leguleyadas, y le contó a Carla que rompería con él. Al día siguiente Perla llegó al trabajo con el rostro cambiado. Había algo distinto, pero no podías señalar con un dedo qué. Quizás era esa nuevo maquillaje y esa sombra de ojos que había decidido lucir esa mañana. Perla no habría notado que le había caído un poco de esa sombra violeta en el pómulo. "No hay que hacerla pasar vergüenza, ya se verá en el espejo" pensó Carla.

Esa tarde llegó el novio con un ramo de tulipanes a recoger a Perla del restaurante. No habían roto. Perla recibiría 24 ramos más y una esclava de plata. Años después Carla llevaría una corona de rosas blancas y liliums a su entierro, pues en verdad a Perla nunca le gustaron los tulipanes. Una vez más a este abogado se la pasó la mano. ¿Qué habría hecho para provocarlo? No importa porque, como dicta la tradición limeña, esos problemas no se ventilan, esos problemas se arreglan en casa. No hay que buscar ser el chisme de la cuadra.

Eso nunca le ocurriría a Carla que era una novicia esposa ejemplar. Tenía preparada la cena siempre a tiempo, la servía y la dejaba en el horno para que no se enfriara. Mientras, hacía un jugo de maracuyá, salsa de cebolla y ají molido, para siempre tener contento a su esposo Tomás. Además era su único deber, pues el hogar es el lugar de la mujer. Nada de estar atendiendo a otros en un restaurante, con ese uniforme de falda negra y esos zapatos de tacón. No, la señora se queda en la casa, le dijo su esposo. Ese que había jurado, frente a una cruz de madera con un Jesús sangrante, amarla y respetarla había decidido que ella no iba a trabajar más. Carla pensó que, en realidad. Tomás la estaba cuidando, ya no tendría que intentar eludir al cajero. Se quedaría en casa, iría de compras algún que otro día, iría a visitar a sus padre alguna tarde. Su vida había cambiado al fin.

Con los meses las concesiones que otorgó Carla aumentaban mes a mes. Podía ir a comprar algún que otro día, pero no podía usar ese vestido. Podía ir a visitar a sus padres, pero debía llamar a Tomás cuando llegara a la casa de ellos; y poner a su madre al teléfono para comprobar que había llegado sana y salva. Todo por tu seguridad, Carlita. No podía salir con su amiga Laura porque ella era soltera y llevaba una vida muy loca, luego de vivir fuera del país por un tiempo. "Tu amiga Laura no me gusta, con esos modos de emperadora, con ese pintalabios naranja, con ese paquete de cigarrillos siempre en la cartera, con esos ajos y cebollas ágiles para salir de su boca. Con esa amiga no, Carla. Te va a hacer daño". ¿No con tu amiga Laura, esa amiga ingeniera de caminos que usa botas de seguridad y que hace escalada? ¿Esa amiga que leía a Virginia Woolf ahora no es buena para ti, Carla?

Tomás exagera, se preocupa mucho por mi pensó por última vez Carla, fumó un cigarrillo con Laura mientras escuchaban la canción "Spread your wings". El cuerpo de Carla sufrió mordeduras, patadas y rodillazos certeros. Fue embestido con una olla y con la escoba de la cocina, arrastrado y mellado. ¿Ahora que los mechones de tus negros cabellos reposaban junto a tu abatido cuerpo, que harás?. Ay Carla ¿entiendes ahora el daño al que se refería Tomás?. Aún no lo sabes pero, en dos meses, en tu vientre llevarás a una niña Carla, una niña que crecerá al son de la violencia y que se convertirá en huérfana a los siete años. Tu cuerpo será encontrado sirviendo de festín para las pupas y serás una portada más del diario de la capital. Tu hija repetirá tu historia Carla. ¿Aún crees que se la pasó la mano a ese miserable? ¿Aún crees que te quiere? ¿Fue tu tarde de cotilleo una provocación a la virilidad de Tomás? ¿Vas a esperar recibir 24 ramos de flores? ¿Seguirás riendo como si no hubiera pasado nada? ¿Seguirás sirviendo a la mojigatería de tu ciudad? No calles, Carla. Corre. Denuncia. Libérate. Grita. Empodérate. Las mujeres te han demostrado el sábado que te apoyan. No serán más cómplices con sus susurros. Grita, Carla. Grita.

Rocío Valverde Pastor

 
Rocío Valverde
15 de agosto del 2016

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