Manuel Gago

Ni pobreza extrema, ni pereza extrema

Ni pobreza extrema, ni pereza extrema
Manuel Gago
15 de agosto del 2016

El asistencialismo debe ser temporal y no permanente

“Cuando todo funcione, cuando el piso esté parejo para todos, el Midis no tendrá razón de ser. Debería ser temporal”, ha dicho la ministra de Inclusión Social, Paola Bustamante. Bien. La pobreza es un negocio redondo que genera nuevas riqueza, nuevas castas sociales y nuevos mercados. De la pobreza viven los oenegeros, gastando fondos importantes en teléfonos, oficinas, conferencias, viajes, comidas y propaganda. Con lo demás, recaudado de las almas pías, alcanzan al usuario final; es decir, a los pobres. Por el asistencialismo, nuevos interlocutores sociales se apoderan de las necesidades populares, construyendo relatos de pobreza aprendidos en folletos y en conferencias. Con tantos programas impulsados por el gobierno, nuevos negocios encuentran vetas de oro junto a descalzos, anémicos y abandonados de todas las edades. Camionetas del año son compradas con la venta de panes con paté, distribuidos por el programa Qali Warma.

Los programas sociales no reducen la pobreza. Algunos sirven para apalancar a los usuarios, para darles el empujoncito necesario para salir de situaciones de abandono. Una oportunidad para crecer y alcanzar peldaños altos. Los asistencialismos deben ser medidas temporales y no permanentes. Lo permanente es la educación, el entrenamiento técnico y las inversiones productivas. Si los programas sociales se vuelven permanentes, generan sociedades de holgazanes y parásitos que viven como pedigüeños, estirando la mano por limosnas y migajas. Con el ex presidente Ollanta Humala, la anemia afectó a un 35% de la población. Los S/. 10,000 millones destinados a los programas sociales no fueron útiles para mejorar la salud de la gente. Ese tercio portador de anemia, perteneciente a los sectores pobres, festeja jubilosamente sus fiestas patronales y paga sus “chelitas” con Pensión 65.

El Estado está todavía enganchado con políticas que son un fracaso, sin resultados visibles. El estado de bienestar es el monstruo paternalista, que se inmiscuye hasta en cómo educar y alimentar a los hijos. Son los “derechos ganados” los que convierte en zánganos a la población. Los asistencialistas creen que todos los pobres son portadores de discapacidades físicas y mentales, que son inútiles para valerse por sí mismos. El estado empresarial, que controla los emprendimientos, detiene el progreso. Y de progreso saben los países del Pacífico asiático: de agricultores, ganaderos y pescadores casi primitivos hace 50 años, son ahora primeros en educación mundial, con tecnologías propias y negociando en el mundo valor añadido por su gran diversidad industrial.

El mejor programa social comparte conocimiento e información. El mejor asistencialismo es el que perdura en el tiempo, sin ajarse, ni oxidarse, ni pudrirse. Es fuente legítima de riqueza y prosperidad. Hace que la gente salga adelante con sus ideas y sus manos. Viene con la enseñanza porque lo aprendido queda, porque el recurso que decide quien progresa “ya no es ni el capital, ni la tierra, ni el trabajo, sino el conocimiento” (Peter Drucker).

No podemos seguir creyendo que la gente roba porque es pobre y que no trabaja porque no hay oportunidades. En Huancavelica y Huancayo ya hay pobladores pobres rechazando los asistencialismos porque, además, les quitan dignidad a la gente. A la izquierda subdesarrollada, le conviene situaciones de pobreza y abandono. Sus discursos no se oyen entre la gente próspera y feliz. A la progresía sesentera le interesa que el piso —del que habla la ministra Bustamante— nunca esté parejo.

Ni pobreza extrema, ni pereza extrema.

Manuel Gago

 
Manuel Gago
15 de agosto del 2016

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