Jorge Nieto Montesinos

Modernidad lastrada

Modernidad lastrada
Jorge Nieto Montesinos
23 de septiembre del 2014

Reflexiones sobre la práctica de la corrupción y un supuesto cinismo de nuestra sociedad

En la quincena en que el 42% de los limeños –al decir de una encuesta- está dispuesto a que quien les gobierne robe siempre que “haga obra”, tres o cuatro ministros han sido mostrados en el tráfago de influencias; un parlamentario de la alianza gobernante ha trastabillado para explicar la naturaleza de sus vínculos con un narcotraficante; otro, de oposición, ha sido librado de un proceso judicial por tener negocios ilícitos con el estado, por una muy cuestionada fiscalía; y, no sin risueña incredulidad, se ha escuchado a un tercer parlamentario tratar de esconderse en una fallida ficción de su propia voz para evitar declarar sobre arreglos más o menos oscuros o confusos con los cuales se ha hecho de una propiedad. Pura picaresca.

La lista podría alargarse más. Y llegar a los más altos niveles de nuestros liderazgos. Al extremo que muchos suscribirían, para obtener un intemporal consuelo de tontos, lo que para España se escribió en 1855: “Lo que más abunda en el mar de la política son los piratas y contrabandistas. Los primeros se apoderan con frecuencia del bergantín nacional,… lo saquean sin compasión, y los segundos llevan cargados sus barcos de principios políticos y otros géneros de contrabando, de cuyo comercio sacan grandes ventajas.”

¿La opinión de ese 42% tendrá algo que ver con estas reiteradas prácticas de nuestras elites? ¿Y con nuestra incapacidad para producir presiones sociales que obliguen a sancionar la corrupción y la impunidad ocurra donde ocurra, sin contemporizar con ninguna? El momento electoral no es muy propicio para hacerse cargo de la complejidad. El espíritu partisano y el ansia de victoria nublan la vista, propician el silencio. Pero ciegos y mudos, en algún lugar está la voz de la conciencia con la que razonar.

En su definición más simple la corrupción supone el uso de capacidades y la apropiación de recursos estatales en beneficio de intereses particulares, rompiendo la ley. La corrupción es siempre síntoma de la debilidad del Estado como institución. Requiere al menos de cuatro condiciones culturales: la legitimidad social del lucro individual y el privilegio privado por encima del interés público; el menosprecio a la legalidad y la práctica habitual del incumplimiento de la ley; la costumbre de resolver los problemas “como siempre”; y la erosión de la solidaridad social.

Todo eso ocurre aquí. Pero no tenemos episodios focalizados de pequeña o gran corrupción. No. A la luz de los hechos, hay que admitirlo, tenemos unas prácticas de corrupción a gran escala. Un problema que parece derivar de la pobre formación de una conciencia de lo público como fundamento típicamente moderno del funcionamiento del estado, un proceso complejo que conjuga el nacimiento del individuo, el desarrollo de la ciencia, la tolerancia religiosa y la expansión del mercado. Lo público, y el estado, son resultado de esto. Y no una realidad dada. Sin ellos plenamente constituidos, todo falla.

El realismo desencantado de ese 42%, o de parte de él, más que cinismo, es confesión de la dificultad que tiene un sector de la sociedad para influir en la toma de decisiones, a diferencia de las elites. Es distanciamiento, no representación. No es lealtad o protesta. Es un síntoma de que algo muy hondo no anda bien en nuestra democracia. Y hay quienes prefieren cerrar los ojos…

Por Jorge Nieto Montesinos

23 Set 2014

Jorge Nieto Montesinos
23 de septiembre del 2014

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