Rocío Valverde

Miedo a la oscuridad

Evolutivamente siempre hemos estado en desventaja en la oscuridad

Miedo a la oscuridad
Rocío Valverde
30 de abril del 2018

 

El domingo empezó a las 11 de la mañana. Abrí el ojo derecho y vi una mancha negra flotando en mi habitación. Se me cayó el alma a los pies y abrí el ojo izquierdo. Encendí la luz y enfocando bien vi cómo la mancha humanoide se transformaba en una bata gigante de hombre estratégicamente posicionada para darme un infarto. Agitada y recordando toda la estirpe de mi esposo, arrastré mis pasos hasta el baño para quitarme las legañas de los ojos y parte del maquillaje del día anterior. ¿De dónde proviene ese miedo tan biológicamente comprensible?

Desde que tengo memoria, recuerdo siempre esperar en el marco de la puerta de mi habitación dándome ánimos para mirar debajo de la cama para asegurarme de que no había monstruos o fantasmas esperando el instante en que apagara la luz para salir de su oscura guarida y jalarme las de las patas. ¿Qué pasaría si bajo mi colchón —junto a algunas ropas de muñecas, lapiceros de colores y cuadernos de control— se escondía un ente maligno?

Como siempre yo tenía un plan. Antes de irme a dormir, y sin que mi madre lo notara, cogía la escoba de la cocina y me escabullía a mi habitación. Desde la puerta cogía la escoba y violentamente la deslizaba debajo dela cama. Si algo salía podía cerrar la puerta y atrapar al espíritu maligno hasta que llegaran mis padres a socorrerme.

El plan a veces no funcionaba, porque mi madre me mandaba a dormir y no había tutía que la hiciera cambiar de idea. En esos casos cogía carrera desde la puerta de mi habitación y desde allí me lanzaba a la cama. Aterrizando sabía que había pasado gran parte del peligro, y solo tocaba llamar a uno de mis padres para que me apagara la luz. Mis padres no se explicaban cómo podía romper tantas tablas de la cama. Bueno, padres, aquí la respuesta.

Tenía miedo a la oscuridad, no solo a aquello que podía ocultarse en mi habitación. Mi padre cogió la costumbre, empujado por la electrizante alza de la tarifa eléctrica, de apagar todas las luces del segundo piso, el cual tiene un largo y estrecho pasadizo. Parecía que nunca ibas a llegar al final, y que de que las sombras se asomaría un huesudo brazo para llevarte a las tinieblas. Mi imaginación me planteaba mil escenarios, los cuales siempre terminaban con la aparición de algún espíritu y mi inminente muerte.

Cuando mi madre me mandaba al segundo piso, por sus lentes o un bloc de notas que dejó en su velador, me tocaba atravesar todo el pasadizo hasta llegar a su habitación: ochos metros de completa oscuridad. Había ideado otro sistema casi infalible. Apoyando mi mano en la pared corría a toda velocidad tocando todos los interruptores y así iba encendiendo todos los focos. El problema era que mi padre, ahorrador como siempre, había decidido que había demasiados focos alumbrando el pasadizo, así que quitó uno sin decir media palabra. Mi final llegaría a mis tiernos ocho años, pues había llegado el día en el que tenía que caminar en la penumbra y todo por un foco.

Paso a paso, con las rodillas crujiendo del terror, llegué hasta la habitación de mi madre. Sobreviví, al fin podía enterrar este miedo irracional de niña pequeña, nunca más miraría debajo de la cama, era invencible. Y en ese preciso instante un apagón me bajó de mi pedestal. Las cortinas se comenzaron a mover por el viento y salí corriendo como un caballo sin nombre.

Con el paso de los años esta fobia infantil se fue esfumando, pero nunca desapareció por completo. Hasta el día de hoy cada vez que entro a casa enciendo un foco y reviso habitación por habitación, esta vez por si un ente de carne y hueso se ha colado en mi vivienda. ¿Es esto un miedo racional? Voy a decirme que sí porque evolutivamente siempre hemos estado en desventaja en la oscuridad. Nuestros ancestros eran más propensos al ataque de un depredador cuando se ocultaba el sol. Una serpiente podía reptar muy sigilosamente en la oscuridad y un león era capaz de devorarte en minutos bajo el manto de la noche. Seguiré con mi miedo evolutivo porque bien se sabe que los monstruos salen a jugar de noche.

 

Rocío Valverde
30 de abril del 2018

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