Rocío Valverde

LOS SIN TECHO

LOS SIN TECHO
Rocío Valverde
30 de enero del 2017

Nadie está a salvo de la pobreza y el abandono

Enero es el mes más frío del año. Es el mes en que los indigentes sufre en extremo la crueldad cortante del invierno, y es precisamente en este mes cuando recuerdo un episodio de diciembre. Hace ya dos años estaba andando con mi padre por la zona de los consulados en Londres. Unas calles llenas de negocios de mármol, cristal y muebles de diseños híper exclusivos. Fue en esa zona donde en unas navidades vimos a una mujer que, espero me disculpe la indiscreción, aparentaba tener ochenta años. Su arrugada sombra estaba envuelta en harapos y un cubrecama viejo. La mujer reposaba su cuerpo contra la pared del estudio de un diseñador, cuyos precios ni siquiera aparecían en su escaparate, y yo me preguntaba una y otra vez si lo que acababa de ver era una persona.

No pedía dinero ni comida, no hablaba ni balbuceaba, solo observaba a los que pasaban. Era un poste, un cubículo de basura, un artefacto más para los ataviados viandantes. Ese invierno era mi primer invierno como graduada y, aunque no tenía ninguna deuda a mis espaldas, juro que no cargaba más que cinco libras en los bolsillos y unos cuantos currículos. Le di a la mujer el dinero y una chocolatina, y ella solo asintió la cabeza. ¿Cómo una persona de ochenta años puede estar abandonada a su suerte en este lugar? ¿No tiene artritis o diabetes? ¿No tiene familia?

Fue en ese momento cuando los comencé a notar. Los sin techo o los “loquitos”, como los llaman en Lima aunque de ello no tengan un pelo. Cuando era pequeña en mi barrio había un sin techo al que llamaban "el loco Pedro". Pedro era un señor rechoncho de abundantes y rebosantes carnes que caminaba toda la avenida de Habich hasta la Universidad de Ingeniería. Se recostaba contra la pared de una panadería, cuyos dueños le regalaban panes. El loco Pedro desaparecía por etapas y lo podías ver a veces limpio y con ropa nueva. Mi abuela siempre se preguntaba quién podría haber abandonado a su hijo o si acaso estaría perdido. Ay, mi abuela de corazón muy grande, pero para su mal es una sufridora universal. Y este padecer suyo rodó de oído a oído por toda la avenida.

En mi barrio había otro conocido sin techo. Era un drogadicto llamado Pancho, que venía a casa todas las semanas a pedirle dinero a la abuela con síndrome de plañidera. Mi abuela lo resondraba con el cariño y la confianza de una madre diciéndole: "Panchito, tú tienes que dejar esa vida. Yo te voy a dar solo cinco soles, pero te voy a dar comida". Pancho comía, la oía y a veces la escuchaba. Con la última cucharada devolvía el plato y continuaba su camino a paso ligero, lleno de ansia. Muchas veces no veíamos a Pancho por semanas, a veces por meses, otras veces se rehabilitaba, pero muchas más veces volvía a caer. ¿Qué será de Pancho?

En esa anciana de ochenta años vi a Pedro, vi a Pancho y vi a mi abuela. Algo ha cambiado en estos tiempos, porque en ese barrio plagado de billetudos diseñadores nadie mostró un ápice de compasión. En ese barrio, donde desfilan cónsules todos los días, se agrupan los sin techo para calentarse con el calor de la calefacción que emanan los brillantes y dorados establecimientos. Sus prístinos cristales contrastan con las grises ropas de los inquilinos de la calle. Nadie los mira, aunque algunos les ponen unas pocas monedas a sus pies. Una persona me dijo que la gente les rehúye la vista porque tienen miedo de ser los siguientes en resultar consumidos y desechados por esta sociedad devoradora de sueños. ¿Te has preguntado a cuántos cheques estás de quedarte sin un techo que te cubra? Sobre todo en Perú, donde la cultura de las tarjetas de crédito y de los pagos a plazos reina campante; me pregunto si la gente se ha puesto a pensar en lo cerca que está el desahucio. Nada es permanente. Seamos empáticos.

Por Rocío Valverde

Rocío Valverde
30 de enero del 2017

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